Carne de autobús (I)

Ahora me junto con jubilados porque también adquirí esa condición hace unos meses . Pero quiero establecer una distancia con ellos porque son mayores que yo en su mayoría; permítanme la redundancia aunque la edad no importe.

Supongo que mis hijos me consideran viejo, mayor o entrado en la tercera parte de mi vida, si es que ésta se prolonga, Dios lo quiera. Me dicen «pureta» sin conocer lo despectivo del término y se refieren a mí como «mi viejo». He comprobado que esta expresión es muy usual y los hijos la envuelven de ternura y admiración. No sé yo.

Si me preguntan a mí diría que soy un veterano, alguien que se ha desgastado y aún le quedan cosas que aprender, otras que enseñar e historias que contar. Desde luego no me siento acabado. Tampoco mis compañeros jubilados. Son entusiastas, por decir algo; optimistas, desde luego; llenos de inquietud, nerviosos como niños, llenos de curiosidad, sedientos de nuevas experiencias.

Hay que tener en cuenta que todos fuimos docentes, gente que ha pasado su vida entre niños, educándolos, animándolos a veces, reprimiéndolos otras, dependiendo de la responsabilidad que estábamos dispuestos a asumir o el riesgo que estábamos dispuestos a correr. Ahora no queremos reprimirnos ni que nadie nos reprima, queremos permitirnos lo que se nos antoje si está a nuestro alcance sin molestar a nadie.

Me sigue gustando conducir, considero que te da libertad e independencia. Pero también te obliga a la soledad, por mucho que tu pareja sea la alegría de la huerta. Así que también supongo que pronto seré carne de autobús, dejándome llevar de un lado a otro por chóferes de reconocida pericia que conducen esos monstruos cada vez más cómodos, más silenciosos y rápidos. Tienen dos ventajas para nosotros por las que los jóvenes lo considerarían un «coñazo»: que puedes dormir en ellos sin despeñarte o pegártela con otro y que están obligados a parar cada dos horas, resultando un alivio para vejigas reclamantes.

Los autobuses te conducen hacia atrás, hasta la infancia, cuando te llevaban de excursión y no te importaba a donde porque ibas con tus compañeros y sin tus padres. Ahora no conoces a tus compañeros pero esperas que , una vez conocidos, no resulten ser unos capullos o que te consideren como tal.

Soy un novato en esto de los viajes colectivos. Me apunté al «imserso» hace unos meses pero mi solicitud está tramitándose, término que me suena de algo. También me apunté a una asociación de docentes jubilados y con ellos empecé a ir de senderismo. O lo que ellos llaman senderismo; porque se limitan a recorrer unos cuantos kilómetros, pocos, a ritmo cansino, haciendo tiempo. ¿Para qué? Pues para que llegue la hora del almuerzo.

Aquí es donde están titulados «cum laude». Porque se conocen los mejores restaurantes de los destinos escogidos para trotar. De momento pienso que esta actividad no debería considerarse como senderismo sino como el paseo que te permite un opíparo almuerzo sin remordimiento. Y el que quiera mantenerse en forma que busque otros medios.

Me caen bien todos. Hemos compartido una profesión y ahora la inquietud por mantenerse activo, las ganas de hacer, con absoluta libertad, las cosas que no podías permitirte al estar sometidos a horarios. Y aunque no son muy ambiciosos en cuanto a la distancia o al ritmo sí son amantes de la aventura, arrostran inconvenientes tales como el calor, la lluvia o el superar obstáculos naturales como una rambla «salida». He «salido» en tres ocasiones con ellos y de todo nos ha pasado. Pero, al final, hemos recibido tan abundante y rica recompensa que hemos considerado que ha merecido la pena.

La aventura empieza y acaba en el autobús. Y entretanto, en él se habla, se contempla el paisaje, se duerme y se abandona uno a su suerte depositándola en buenas manos, las del chófer.

Me comprometo a contar los sucesos que tengan lugar en los sitios a los que el autobús nos conduzca y todo lo que en él acontezca.

 

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