Mili una historia. Capítulo 14. Con letras grandes.

 

«Hola cariño, hola pequeño: Es muy importante para mí que estéis bien.

Me harté de llorar al saber que seríamos padres y ya lo sabe toda la compañía. La noticia es y será la más importante de mi vida, me hace muy feliz y tengo gran ilusión.

No sabes cuánto deseo estar con vosotros. Ayer empecé a trabajarme un permiso. Me dicen que, de momento, es casi imposible pero seguiré siendo un pesado a ver si me lo dan con tal de perderme de vista.

Tengo ante mí tu cara y tu sonrisa que no olvido nunca. Me esfuerzo por imaginar la de nuestro hijo, espero que se parezca a ti en todo. Tú ya sabes como soy, con esa tendencia a meterme en lo regado y salir pringoso. Nuestro hijo debe tener mejor cabeza.

Ahora estoy en la compañía, donde domina el silencio que me ayuda a tenerte presente mientras escribo, con letras grandes, palabras importantes. Porque son para ti.

Cada vez tengo más amigos que me hacen la mili más llevadera y menos aburrida, si no fuera por ellos…

Lo peor es la distancia que hay entre nosotros, te aseguro que la recorro en tu búsqueda para darte todos los besos que me pedías más todos los que no he podido darte.

En las próximas cartas cuéntame lo que ocurre cada día sin olvidar un detalle, yo haré lo mismo y parecerá que seguimos juntos, venceremos a la distancia con el recuerdo y la imaginación.

Dile a nuestro pequeño que ya lo quiero. Tú cuídate y no te preocupes por mí que bicho malo nunca muere.

Te quiero.

Alejo.»

-¿Qué te parece? Algo corta, ¿verdad?

-Lo importante es que dices todo lo que quieres decir.

-¿Y si le mando unos versos?

-Esta vez no. La echarías a perder.

No quedó muy convencido. Fue en busca del libro donde solía buscar los poemas mas ninguno le parecía apropiado para la ocasión. Siguió buscando y, por fin, seleccionó una frase para el principio y otra para el final de su carta.

«En la ternura del amanecer, tu recuerdo me es grato como el alba misma»- escribió en la cabecera

«Nuestras horas son minutos cuando esperamos saber» – escribió al pie de la carta.

Ante mi cara de incredulidad y desaprobación intentó justificarse:

-Ella sabe que los versos no son míos.

-Menos mal – respondí con ironía.

-Pero como si lo fueran – seguía en sus trece.

Era difícil verlas como apropiadas en medio del ambiente en que nos movíamos, carente en absoluto de poesía y, aunque hubiésemos estado en una biblioteca que podría dar a tales palabras la solemnidad que requerían, yo no podía ver las frases sino como ridículas, no supe ver que la carta y las frases eran íntimas y sólo para ellos. A pesar de querer evitarlo me reí hasta darme cuenta del daño que le hacía.

Dobló los folios y los introdujo en el sobre, me dio las gracias y se despidió como si no pasara nada. Cerró la pesada puerta con cuidado de no dar un portazo. Yo pensé que no me perdonaría.

Mas estaba tan contento, era tan feliz, que nada podía distraerlo de la realidad que vivía. Más valor aún tenía su actitud cuando la distancia y el lugar donde pasaba los días podían enturbiar los recuerdos o llevarlo al olvido.

Su propósito era firme y admirable.

Mis temores no se confirmaron. Nos vimos durante la cena y no mostró enfado alguno.

-Mañana, ándate con cuidado – le advertí.

-¿Por qué? – se hizo el loco.

-Porque no van a ser tan comprensivos como hoy.

-¿Sabes una cosa? Si antes no me importaba ahora me importa menos.

Aunque me extrañó la salida guardé silencio.

-Pero comprendo que puedo perjudicar a la compañía y eso no me lo puedo permitir.

-Ya decía yo.

Los próximos días fueron de trámite, no dieron de sí nada interesante excepto por una sorprendente charla de nuestro alférez de complemento . Siempre nos hablaba de «cosas que hay que conocer y no olvidar». En esta ocasión soltó la lengua y, creyendo estar en un aula de universidad, nos habló de algo diferente y relacionado con lo que nos fue leído en la caja de reclutas. Nos habló de los cambios que se estaban operando merced al camino elegido por España en busca de la democracia. Nos habló de la amnistía concedida para delitos contemplados en el código de justicia militar.

Amnistía para delitos de rebelión y sedición. Amnistía para prófugos y desertores.

-Y amnistía para… – hizo una pausa para captar nuestra atención – Para los que se han negado a prestar el servicio militar por objeción de conciencia.

Habíamos oído hablar de los objetores de conciencia y me parecía impensable que el ejército cediera en este aspecto.

-¿Quién va a hacer la mili entonces? Bastará con hacerse objetor de conciencia.

El alférez esperaba la pregunta.

-El ejército va a cambiar; y mucho. Terminará siendo un ejército profesional. Y no creáis  que los objetores se irán de rositas porque tendrán que prestar otro tipo de servicio.

-Nada puede ser peor que esto – dijo alguien y todos afirmamos con la cabeza.

Dos años después la Constitución de 1978 contemplaba la exención del servicio militar por objeción de conciencia en los términos que el alférez nos había contado. Y veinte años después, en 1996, se iniciaba el camino hacia un ejército profesional.

A mí me parecía increíble que en un escenario como aquel un oficial se atreviese a plantear aquellos temas. En este ejército, el de 1976, de esto se hablaba en voz baja y mirando a izquierda y derecha.

Alejo esperaba la carta de su «niña» con impaciencia siempre, con miedo de no tenerla; y escribía la respuesta sin falta. Tomó como costumbre poner las frases rebuscadas al principio y final de la carta. Ya no me entregaba las cartas para corregirlas, había cogido mucha soltura pero no había sido capaz de hacer la letra más pequeña ni de resumir, lo contaba todo sin faltar detalle por nimio que fuera. Gastaba del orden de cinco folios en los que escribía por las dos caras.

-¿Qué pasaría si un día no recibieras carta?

-Que al día siguiente recibiría dos. Si algo funciona bien en España es Correos.

La respuesta fue premonitoria.

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