Mili una historia. Capítulo 50. Cambio de compañía

Marzo llegaba a su fin y un reemplazo completo tomaba las de villadiego con «la blanca» en la mano. Entre ellos, todos los que estaban en la compañía de destinos. Éstos serían sustituidos por otros con la misma función y los sustitutos se sabían en su mayoría, como era mi caso, excepto unos pocos aún no nombrados entre los que se encontraba Alejo.

Todos los días subía a la primera planta a buscar al jardinero por si sabía algo de «lo suyo». Y volvía cabizbajo y meditabundo dudando que por fin fuese elegido. Decía a todo el que quería oírlo que tenía un gran proyecto para aquel jardín y a mí que el capitán lo tenía entre ceja y ceja. Esto último lo repetía demasiadas veces, tantas que temía que llegase a oídos del capitán y se frustrasen sus esperanzas.

El gran día, el del licenciamiento, llegó para ellos. Por la mañana andaban por todo el cuartel, libres ya de cualquier servicio, despidiéndose de sus amigos y recogiendo encargos de éstos para la familia y las novias; tras el almuerzo, con el petate al hombro, salían por la puerta como si los llevaran en volandas, vi sus caras y me hubiese gustado contrastarlas con las del día de llegada. Pronto no quedó nadie del reemplazo que había cumplido.

Un montón de literas permanecían sin hacer, con las mantas dobladas encima. Tantas como taquillas abiertas y vacías, sin los calendarios llenos de tachaduras hechas a conciencia, noche tras noche.

Subí, junto con otros muchos, a la compañía de destinos. Ocupé una litera y su taquilla correspondiente, las que me asignó el cabo furriel. Enseguida hice la litera y ordené mis cosas en la taquilla; mientras se acercó el cabo para saludarme.

-He reservado la de arriba para tu compañero. Por si sustituye a Virgilio finalmente.

-Te lo agradezco. Le va a dar algo como no sea así.

-Lo sé y lo raro es que es el único puesto que falta por cubrir. Virgilio me dijo que por mucho que mande la señora el capitán tiene la última palabra.

Decidí no decirle nada al aspirante a jardinero. Me uní a los recién llegados que habían formado corro al fondo, cerca de los lavabos. Al acercarme interrumpieron la conversación y esperaron mi llegada.

-Si molesto os saludo más tarde – les dije sonriendo.

-Que no, acólito, que tú no molestas – respondió el llorón haciendo referencia a mi relación con el páter y esperando mi enfado.

-Veo que tenéis algo en común – dije como si no hubiera oído lo de «acólito» – ¿todos trabajáis en las oficinas?

-¿Cómo lo sabes? – preguntaron a su vez.

-Porque sois el grupo más numeroso. Hay muchos papeles que atender pero nunca faltan chupatintas – dije cargando mis palabras de ironía.

-Y además todos somos catalanes, ¿pasa algo? – volvió a hablar el llorón, casi indignado.

-Ya veo que lo que dicen de la herencia es verdad pero si te parece bien a ti a mí también. Además te servirá para no llorar sin ser consolado. – Hice referencia a lo que todo el mundo sabía: los puestos de oficina eran para catalanes, ellos buscaban sus propios sustitutos y su jefe directo, el teniente coronel, lo aceptaba y lo permitía.

Esperé su reacción y al no llegar di media vuelta. Me arrepentí enseguida, acababa de llegar y me había granjeado varios adversarios. Fui a la tercera donde encontré a un jardinero eufórico.

-Me ha llamado el capitán y me ha nombrado jardinero.

-¿Dónde tienes el nombramiento? – bromeé.

-Me ha echado tres sermones en uno, nunca habló tanto.

-¿Qué te ha dicho?

-Que como tenga una queja de su mujer me manda al calabozo hasta diciembre.

-¿Tanto hablar para eso?

-Más: que aunque esté en otra compañía no me va a quitar el ojo de encima, que no me descarríe, que sea puntual, que duerma aquí todas las noches, que los permisos me los da él y nadie más que él. Y cada frase terminaba conmigo en el calabozo.

Lo ayudé a subir sus cosas y vimos que su litera ya estaba hecha.

-Es nuestra forma de dar la bienvenida al jardinero más esperado – explicó el furriel. Me pareció mucha amabilidad pero el momento no era para andarse con suspicacias.

Nos fuimos a celebrarlo a la cantina. Como estaba eufórico dijo al barman que invitaba  a una ronda para todos. No creo que contara porque cuando fue a pagar se echó las manos a la cabeza.

-¿Tanto?

Pidió un aplazamiento que le fue concedido a regañadientes. La celebración le iba a costar varias tardes sin salir pero estaba contento porque había conseguido lo que se había propuesto. He de reconocer que no hubiera apostado por él pues lo tenía todo en contra: tenía fama de conflictivo, había visitado el calabozo por decisión del capitán y éste, sin embargo, se exponía en exceso al mandarlo a su propia casa. Digo yo que en el otro lado de la balanza su destreza como jardinero debió contar para la decisión final que tardó en llegar.

Tras el toque de retreta intentamos entrar entre las sábanas sin lograrlo; tras varios intentos comprendí la razón de tanta amabilidad: nos habían hecho lo que llamaban «petaca», un doblez de la sábana de arriba que impedía introducirse en la cama. Tuvimos que hacer de nuevo la cama en medio de la risa general. Esto era una broma y no las que esperaban al nuevo reemplazo que llegaría mañana.

 

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