Mili una historia. Capítulo 3. No es para tanto

León de noche con farolas que proyectaban luz de fuego, tristes, deprimentes. Llegamos al C.I.R. (Centro de Instrucción de Reclutas) número 12 en El Ferral del Bernesga, a 9 Kilómetros de León. Nos señalaron una compañía enorme y solitaria con literas de dos camas. Elegí la de abajo y arriba fue a parar el optimista, aquel que hasta la pena de muerte le parecía «peccata minuta». Me acosté vestido y me eché las dos mantas que había sobre el colchón, sin sábanas. Dormí las primeras horas después de 24 de viaje lento e incómodo. Sonó una trompeta tocando diana, un toque que decía «quinto levanta tira de la manta».

Me acordé de la pegatina que lucían muchos coches que decía «trescientas letras más y el coche es mío» y que hoy podría entenderse cambiando «letras» por «cuotas». Una pegatina parecida podríamos haber puesto en las taquillas: «365 toques más y seré libre».

Tiré de las mantas y me calcé, sentí un frío que no conocía, viniendo de una tierra cálida. Cuando buscaba en el petate una camiseta de franela, mi vecino de arriba, olvidando su nuevo domicilio, fue a caer por el otro lado con un estruendo que hizo que todos mirasen. Se levantó con presteza sacudiéndose el polvo y diciendo:

-No es para tanto, hombre, no es para tanto.

Las primeras risas. Nos sirvió para relajarnos un poco y a mi amigo el optimista para convertirse, a partir de ese momento, en el gracioso oficial.

Lo primero ponerse en fila para el recuento; si alguno se hubiera escapado, estaría fuera hecho un témpano. Después al comedor, inabarcable con la vista. Cogimos una bandeja de autoservicio de acero para recibir un desayuno abundante.

Nuestras horas de paisano estaban contadas. Tras ponernos en fila, (otra vez y prometo no repetirlo más porque a estas alturas ya se han dado cuenta de que antes de hacer nada el soldado se pone en fila), comenzó el reparto de la ropa militar, la de faena y la de «bonito», la ropa interior y, lo más importante, las botas. Para éstas te preguntaban la talla de pie, para el resto no. Nos recomendaron, no bromeaban, que la cuidásemos pues había que devolverla; me tocó un chambergo agujereado y desteñido que había sido devuelto  varias veces, demasiadas. Para acabar nos dieron una gorra de faena y otra para el traje de «bonito» así como un gorro cuartelero; tampoco preguntaron la talla de la testa.

-Ese chambergo está muy roto y, encima desteñido. – Me advirtió un veterano.

-Yo no lo elegí – dije queriendo eludir cualquier problema que fuera a plantearse.

-Eso no importa. El oficial que pase revista no te va a preguntar ni te dejará que se lo expliques. Sencillamente no te dejará salir.

-Me lo cambiarán entonces.

-El furriel no te lo cambiará si el oficial no lo ordena.

-¿Entonces?

-Reza para que no se fijen en ti. También puedes salir con el abrigo de otro que se quede. O comprarte uno en el mercado negro. Si vas de permiso que lo arregle tu madre, aunque poco arreglo tiene.

Debí poner cara de preocupación porque enseguida quiso quitarle yerro a la cosa:

-No te preocupes, chaval. Es la prenda que menos se utiliza y no es obligatoria. Además puedes contar con el mío.

Señalé su altura que hacía evidente tener una talla más grande que la mía.

-La talla no importa, eso no lo tendrán en cuenta.

Me dio un cogotazo que me tiró la gorra al suelo. Quería evitar que le diera las gracias.

Y empezó el mercadillo. Tras probarnos la ropa exponíamos sobre la litera aquella que no se ajustaba a talla. Los veteranos de nuestra compañía hicieron de intermediarios. Tuve suerte con la ropa de faena, las botas y las gorras pero no con la de paseo ni con la ropa interior. Ésta no me preocupaba porque había traído la mía; en cuanto a la ropa de paseo, el pantalón me llegaba a los sobacos y la guerrera a las rodillas, pero si aquí la talla no importaba…

A mi vecino del segundo todo le vino bien  e invitaba a cambiar a quien lo necesitase, incluso en perjuicio de él. Además de optimista era generoso. Quiso cambiarme la ropa de paseo pero le dije que «la caridad bien entendida empieza por uno mismo».

-¿Por qué no te aplicas tú el refrán? – me devolvió el argumento. Pero yo había asumido mi suerte y la que sería mi nueva imagen.

-No es para tanto – zanjé la cuestión utilizando su frase.

Seguiría utilizando el «no es para tanto» para quitarle importancia a lo que pudiera parecer trágico y más adelante se convirtió en muletilla para todos.

El almuerzo lo tomamos vestidos con uniforme. Era el momento de las preguntas, de mantener las charlas que no habían fluido durante el viaje en tercera.

-Me llamo Alejo, – se presentó primero el gracioso – pero podéis llamarme Felix.

-Soy de ese pueblo – aclaró al ver que no lo entendimos.

Todos los de la mesa éramos de pueblos almerienses alejados entre si. De no ser por esta faena militar no hubiéramos coincidido nunca. Pero, cosas del destino, ahora nos sentíamos próximos y solidarios. De momento.

Con el paso de los años he podido comprobar que lo que más une a las personas es la incertidumbre. Mientras ésta existe la igualdad entre los que se enfrentan a ella es total y, por tanto, la colaboración es absoluta. Conforme va desapareciendo aumenta la desigualdad  dando beneficio a los que llegan primero a la información; estos privilegiados, sabiéndose con ventaja, van a aprovecharla para su provecho aunque tengan que machacar a los que llegan rezagados, antes aliados.

Con el toque de diana nos despertaban muy temprano invitándonos a mantenernos así, despiertos. Aunque, en realidad, había poco que aprender sí había que estar despabilado. Para evitar zancadillas y abusos, para arreglártelas solo. Porque aquí, en la mili, tu problema es exclusivamente tuyo. Por ejemplo, cuando se producía uno de los robos más comunes, el de la gorra, había que abstenerse de ir al sargento para denunciarlo. Si estabas recién llegado, siempre había alguien en esta situación, te robaban la gorra e ibas en busca del sargento.

-A sus órdenes, mi sargento. Me han quitado la gorra.

El sargento te miraba incrédulo y te soltaba la frase manida:

-Píntala.

Y te volvía la espalda.

 

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