Mili una historia.Capítulo 17. Monotonía

 

Monotonía. Ésa era la palabra que definía el día a día. Nos habíamos adaptado tanto a la repetición de todo que veíamos normal que cualquier acción había que repetirla varias veces y que tras ella vendría la misma de ayer que repetiríamos igualmente, tantas veces como nos pidieran. Lo que pensáramos no contaba, lo hacíamos mecánicamente y sin plantearnos para qué o por qué. Si nos atrevíamos a plantearlo recibíamos la respuesta a puro grito:

-Limítese a obedecer.

Hasta la obediencia formaba parte del día a día, la obediencia es la base de cualquier ejército donde la jerarquía establecida es indiscutible. La obediencia debía ser ciega, incluso cuando fuera contra la moral, las leyes o tus creencias; esa obediencia obligada podía eximirte de tu responsabilidad por la participación en cualquier delito.

Recién llegados al campamento, obligados a realizar acciones que no tenían ni pies ni cabeza, nos mirábamos por si el otro podía dar una explicación. Pero no la había. Nos encogíamos de hombros y hacíamos lo exigido mientras de nuestras bocas pujaba por salir la pregunta «¿será posible?» que se quedaba sin publicar, aprisionada entre los labios prudentes.

Nos decíamos que aquello era cosa del momento y que después volvería la normalidad. Pero allí era normal lo imposible, lo increíble y lo esperpéntico. Se consideraba normal entrar y salir indefinidamente y sin propósito, era normal subir y bajar para gastar tiempo, era lógico amontonar piedras en una esquina del patio para, a continuación, amontonarlas en la esquina contraria.

Pero lo que no nos entraba en la cabeza por más que la sometieran al espectáculo, era la espera. Esperar a que llegara la hora en la que, supuestamente, iba a ocurrir algo. ¿Que a las once iba a tener lugar el acontecimiento?, pues a las ocho estábamos formados en el patio, a la espera. De pie, pasando por dos posiciones: firmes y descanso. A la espera.

Y llegada la hora del esperado acontecimiento, éste duraba pocos minutos y los protagonistas, los primeros actores, desaparecían de nuestra vista para ir a tomar un vino español. Tras haber dejado las huellas de nuestras botas, nosotros rompíamos filas para volver a la monotonía tras el gran acontecimiento.

Por repetirse, se repetían hasta los menús que nos leían antes de irnos a dormir. Había un plato que debía ser la especialidad del cocinero o el favorito del coronel; se trataba del «pollo al chilindrón» que se repetía en todas las cenas. Llegó un momento en que los menús los sabíamos de memoria y sabíamos exactamente qué podíamos cambiar con otros según gustos. Obteníamos dos postres a cambio de dos pollos o de dos sopas. El pollo tenía cada vez menos adeptos y más propuestas de cambio pero el oficial de cocina no se daba por aludido y no se planteaba cambiar el menú. Aunque sólo fuera por evitar los aplausos entusiastas y socarrones que se producían tras su lectura.

La comida estaba buena y era abundante pero pecaba de rutinaria, el cocinero cocinaba de memoria desechando la creatividad, a él nadie le daba órdenes en ese sentido. Lo de que los arrestados a cocina se dedicaban a pelar patatas es una verdad a medias, también fregaban platos, ollas y sartenes, limpiaban la cocina y el comedor y hacían lo que les ordenaban sin rechistar. Obedecer y callar.

-Teníamos dos montañas de patatas, una a cada lado. Yo empezaba quitando una fina peladura pero, viendo que con ese esmero las montañas no descendían, le daba más importancia a la patata pelada y ninguna al grosor de la cáscara que se desperdiciaba. Me podía permitir ese lujo porque a nadie le importaba esa cuestión. Lo esencial era pelarlas todas en el tiempo que me habían dado.

Así lo contaba Alejo que llegó a a acumular una gran experiencia en cocina, tanta como arrestos.

-Podría dirigir la cocina y hacer un menú nuevo cada día – fanfarroneaba ironizando.

-¿También sabes cocinar? – le chinchaban.

-Con los mismos ingredientes se pueden hacer milagros. Bastaría con oír lo que cuenta cada uno de la comida de su madre o de su abuela. Con eso tendríamos recetas suficientes como para no repetir menú.

-Pero no has dicho si sabes cocinar.

-Dirigir, he dicho dirigir – se explicaba.

Soluciones no faltaban. Faltaba la voluntad de aplicarlas para salir de la apatía y la rutina.

Rutina absoluta. Un día era fotocopia de otro, un momento estaba calcado de otro del día anterior, a tal hora correspondía tal actividad y no había cambio aunque el día fuese otro, sin importar el clima o la temperatura.

Éramos capaces de repetir acciones sin pensarlas, éramos autómatas que movían sus partes articuladas al oír órdenes. Todos habíamos asumido este proceder consiguiendo hacerlo al unísono, haciendo felices a los que lanzaban las órdenes. ¿Y nosotros? No estábamos allí, nuestra mente volaba mientras nuestros cuerpos actuaban, viajábamos de regreso o salíamos de aventura, nos imaginábamos en lugares inaccesibles o inalcanzables, lo más lejos posible, tanto como nuestra imaginación fuese capaz.

El tiempo pasaba lento, muy lento. Pero nosotros no estábamos allí. Repite, repite, otra vez, otra vez. Ya no importaba, había que obedecer, las órdenes eran las mismas siempre, la capacidad de sorpresa había quedado anulada. Radio Macuto seguía emitiendo pero las noticias eran las mismas y, por eso, ya no eran noticias. Nada podía conmover ni remover el mundo allí creado. Bien mirado ese mundo no importaba, no existía porque allí no había nadie.

Apostábamos cigarrillos a cuántas veces el alférez repetiría «¿entendido?», a cuantas veces el sargento repetiría «esto es un desastre». Eran muy pocas las ocasiones en las que la monotonía se rompía y siempre porque a alguien se le iba la olla y recibía el tratamiento de choque correspondiente, el mismo de siempre: el arresto.

A los arrestos unos pocos estaban abonados, los considerados como rebeldes o descerebrados, los amantes de sitios caldeados como la cocina o húmedos y oscuros como el calabozo. A ellos les debíamos los escasos momentos divertidos, si divertidos podían considerarse los enfrentamientos y acaloradas discusiones. Si no divertidos sí que conseguían acabar, por unos minutos, con la monotonía.

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