Mili una historia.Capítulo 26. Una guardia para olvidar

Como ya dije salíamos para hacer la guardia a la GOE que tenía un cuartel aparte. Las instalaciones de que disponíamos allí eran, por decirlo suave, poco adecuadas. Pasábamos frío al estar los muros sobre los que paseábamos expuestos al viento que soplaba de continuo, así como por tener que soportar la lluvia sin protección ninguna: allí no había chubasqueros y también estaba prohibido utilizar las garitas. Especialmente lo sufrían los soldados canarios, nada acostumbrados a aquel clima; tenía trato con muchos de ellos por asistir a las clases que impartía y con otros por ser personas en las que se podía confiar a la vez que los más confiados; los admiraba por sus nervios de acero y su capacidad de resignación, jamás reaccionaban violentamente ante una broma pesada o una ofensa, lo resolvían manteniendo la calma y con el diálogo.

Algunos los consideraban por ello unos cobardes pero cambiaban de opinión cuando llegaban a conocerlos. Eran nobles y generosos, amigos fieles, pacientes y propensos a la conciliación. Ayudaban al entendimiento haciéndose merecedores de ser defendidos en caso de ataques por parte de quienes, confundidos, suponían que eran débiles.

Aquella noche, alguien trajo consigo la resistencia de alguna estufa, no más que un alambre en espiral. Introducía cada extremo en los agujeros del enchufe, el único que había en aquella pequeña e improvisada estancia para la guardia. Daba miedo pero a la vez calor, de lo que otras noches no disfrutábamos. Cerramos la pequeña estancia para aislarla y evitar que el calor escapase, sin darnos cuenta del error.

Todos los puestos daban al exterior del cuartel, defendido por un muro sobre el cual paseaba el soldado de guardia. El canario estaba nervioso y solo, como nunca lo había estado, había recibido malas noticias de casa y él se encontraba lejos e impotente para ayudar. El soldado tenía el cargador colocado en el cetme y el seguro quitado contraviniendo las más elementales normas de seguridad.

El transeúnte estaba ebrio, iba a encerrarse en casa para pasar lo peor de la borrachera. Oyó una voz que venía de arriba, dirigió la vista a lo alto del muro y pudo ver lo patético que resultaba aquel soldado que hablaba solo sin dejar de pasear pisando fuerte para desentumecer los pies helados, se lamentaba de algo que no comprendía y decidió que aquello le importaba, decidió pararse, decidió interrumpir aquel monólogo absurdo e incomprensible.

-¡Eh tú, idiota! – hizo resonar su voz en aquel silencio.

El soldado lo miró, allí abajo, tambaleante, manoteando, hablando con lengua trapajosa.

-¿Con quién hablas? No hay nadie contigo – volvió a gritar sabiendo que tenía su atención

El soldado se sintió ridículo, se dijo que no era más que un borracho y decidió ignorarlo.

-No me des la espalda, te estoy hablando.

No recibió respuesta. Se agachó para recoger una piedra y la lanzó sin acertar, repitió la operación y falló de nuevo. A la tercera fue la vencida y dio en la espalda.

El soldado se volvió y se echó el cetme al hombro, apuntó hacia el borracho con la esperanza de que saliera corriendo. Mas era un borracho. Tiró la chaqueta, se abrió la camisa y se golpeó el pecho con ambos puños.

-Dispara, anda, dispara. No tienes huevos, ¿verdad?

Lo repetía, lo repetía, incansable. Intentaba convencerse de que era un borracho pero podían pedirle explicaciones, ¿por qué no había sabido apartarlo de allí?

Puso el dedo en el gatillo. «No lo pongas ahí si no es para disparar». Sonaba en su cabeza la instrucción que les dio el teniente y que les hizo repetir mil veces. Bajó el arma, la apoyó en el suelo y le dio la espalda. Ahora sí se iría.

-Ya decía yo.

Se agachó, cogió varias piedras y las lanzó todas yendo a impactar en el soldado. Eso no podía tolerarlo, se volvió resuelto y apuntó.

-Vete de aquí, borracho.

-¿Quién está más borracho? Tú hablas solo, ¿echas de menos a mamita?

Volvió a rozar el gatillo y mantuvo el dedo, ninguna voz vino a imponer cordura.

-Venga, aquí estoy…

No más palabras, la frase quedó inconclusa. Una gran explosión retumbó en la noche. La bala vino a dar en pleno pecho descubierto que el borracho, ciego de alcohol, ofrecía.

El cuartel se puso en pie.»¡Esto no es un simulacro, no es un simulacro!» repetían machaconamente.

El soldado fue retirado de su puesto que ocupó un boina verde. Todos los soldados del Milán 3 volvimos a nuestro cuartel. Todos menos el canario del que nunca más supimos.

Radio  Macuto especulaba, en voz bajita, que si había sido juzgado por un tribunal militar, que si había sido licenciado y mandado a casa, que si…

Lo que nadie llegó a saber porque, increíblemente nadie nos preguntó, es por qué el soldado no fue a pedirnos ayuda. Por mucha prisa que se dieron aquellos soldados de élite los primeros en llegar, por supuesto, fuimos nosotros y la primera pregunta fue esa misma a la que respondió que vio la puerta cerrada, que no quería molestarnos ni que pasáramos frío. Nunca supimos qué contaría al tribunal que lo juzgó. A nosotros, con la mirada perdida, nos contó lo que acabo de contar añadiendo al final que nunca olvidaría aquella noche ni aquel borracho al que hizo pagar su malhumor.

Intentamos convencerlo de que no debía sentirse culpable porque había cumplido con su deber pero él ya se había condenado.

La única realidad es que dejamos  de hacer guardia para la GOE y que aquella guardia, la última de ese tipo, tocaba olvidarla.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entradas relacionadas

Comienza escribiendo tu búsqueda y pulsa enter para buscar. Presiona ESC para cancelar.

Volver arriba