El escaso tiempo que dejaban a nuestro libre albedrío lo dedicaba a la biblioteca o a hacer deporte y, por supuesto, a salir de allí cuando nos era permitido. Se podía practicar cualquier deporte, individual o colectivo. Era extraño que no se formasen equipos para entrar en alguna competición pero, claro, no estábamos allí para semejantes tonterías. Entre otras instalaciones había un frontón al aire libre en el que practicábamos la pelota a mano.
Del frontón me agradaba el sonido de la pelota al chocar con la pared y las alternativas que iban sucediéndose de manera que un tanto podía durar varios golpes hasta que uno se sentía cansado o su mano ya no aguantaba. Con la pala el sonido se multiplicaba al chocar la pelota contra la pared y contra la propia pala, la mano no se resentía y el cansancio no era tanto por lo que el número de golpes era mayor.
Un día, sin saber de quien había partido tal iniciativa, aparecieron varias palas y decidimos probar.
Allí estaban los vascos, claro está, que no entendían qué pintábamos los del sur practicando un deporte cuyo nombre, pelota vasca, parecía excluirnos.
-Fue el primer deporte que practiqué, – les dije contento – sólo hace falta una pared.
-Dos – dijo uno siendo breve.
-En Almería es muy practicado, lo llamamos frontón.
-Frontón es la cancha no el juego – volvió a hablar el breve.
-También lo llamamos pelota a mano. No lo practicamos con la pala ni tampoco con la cesta.
Acabaron aceptándome tras saber que aportaría algunas pelotas que me fabricaría yo mismo. Acudí al taller mecánico en el que me dieron una cámara de bicicleta que corté en tiras para formar el núcleo, después algo de lana e hilo y terminé con recubrimiento de cuero en dos cascos que cosí con guita encerada para terminar. Criticaron las pelotas pero las usaron por la escasez de «material».
Tras comprobar lo mal que jugaba empecé a parecerles simpático por no decir que me tenían lástima. Para ellos no dejaba de ser un arribista y no disimulaban ni dejaban de clasificarme como un perdedor. Lo peor es que no dejaban de tener razón. Tampoco aceptaban formar parejas equilibradas, ellos las formaban entre sí y, a ser posible, también los partidos. Tan sólo conseguía jugar individual. Ellos pasaban las tardes en el frontón y cuando me veían llegar me mostraban su disgusto.
-¿No estás mejor en la biblioteca?
-¿Qué pintas aquí?
-¿No te cansas de perder siempre?
Lo comenté con Alejo y, en principio, dijo que no pensaba perder las tardes con tonterías. Luego dijo que él también había jugado alguna vez y que me acompañaría por hacerme un favor siendo como era, según él, un amigo incondicional.
La verdad es que no ayudó mucho salvo para formar pareja, una mala pareja mal compenetrada. Alejo jugaba de zaguero, pretendía siempre dar golpes muy altos para que la pelota botase atrás consiguiendo las más de las veces echarla por lo alto de la pared sin que este resultado tan repetido le hiciese cambiar de táctica. Había que ir a buscarla lejos a lo que él se negaba arguyendo que había más pelotas. Por evitar la discusión con los otros iba yo. Hasta que me cansaba, dejaba la pala y me iba de allí con Alejo gritándome:
-Vale, vale, no te pongas así, ya voy yo. Vuelve.
Era difícil quitárselo de encima sin herir suspicacias. El único modo era jugar en individual en cuyo caso él no podía descargar en nadie la obligación de ir a por las pelotas que él mismo sacaba de la cancha. Para colmo tenía mal perder e incluso mal ganar pues si esto ocurría llegaba a reírse del rival en toda su cara.
Le decía que no jugaría con él de pareja, me prometía que cambiaría su juego pero volvía a las andadas en cuanto le salía un golpe. Además pretendía acaparar el juego, perseguía la pelota allá donde iba, abandonaba su demarcación y me hacía ir a cubrirla hasta que volvía de nuevo reclamando su puesto. No me dejaba participar en el juego con la excusa de que yo las fallaba todas. Llegaba a desquiciarme y conseguía, eso sí, que los vascos se partiesen de risa, que ya era difícil.
A los pocos minutos estaba pidiendo perdón por todo pero durante el juego era insufrible.
-Nadie va a querer jugar contigo – intentaba hacerle reflexionar.
-Pero tú sí – me decía sonriendo.
-Yo tampoco. Oye, ¿por qué no cambias de deporte? – le decía con la esperanza de quitármelo de encima.
Como él no estaba dispuesto cambié yo y escogí el único en el que no me seguiría. Me dediqué a correr consiguiendo que al segundo día no saliese a las pistas. Pero tampoco era lo mío y volví al frontón. Allí estaba él de nuevo pero, sin saber cómo, cambió el sistema de juego, reclamó el puesto de delantero para jugar en corto y resultó que lo hacía bien. Pero yo, como zaguero, no era bueno, ni siquiera aceptable. Perdíamos casi siempre y él no lo toleraba, sobre todo porque él ya no era el culpable de la derrota.
Dejé el frontón para dedicarme al baloncesto. Aprendida la lección, nunca quise jugar partidos, me dedicaba a lanzar a canasta y a nada más. Alejo siguió en el frontón con el visto bueno de los vascos que lo encontraban divertido. Y ahí veía su futuro, anunció que se prepararía como pelotari y fijaría su residencia en el País Vasco.