Mili una historia. Capítulo 34. La compañía de destinos

No fue la única batalla que tuve que librar con Alejo.

Se acercaba el mes de marzo y mi traslado a la compañía de destinos. Fue él quien me recordó tal circunstancia de forma imprevista.

-¡No te irás a la compañía de destinos!

-Por supuesto que sí – respondí indignado. No podía creer que fuese tan egoísta.

-Pues entonces yo también.

Me quedé mirándolo incrédulo.

-¿Cómo, idiota?

-Buscaré la forma, ya lo verás.

Que yo recordara de lo que me había contado, Alejo era agricultor, de tierra de naranjos y parras, de pequeños huertos. Con tal de lograrlo, obstinado como era, subía a la compañía de destinos cada dos por tres, hablaba con todo el mundo y, como era conocido por todos, no había quien no le diera un consejo o le planteara una posibilidad de alcanzar su objetivo. Hasta que dio con una fórmula válida para él.

El cabo furriel lo abordó en el comedor para hablarle de uno que estaba casi siempre fuera del cuartel e incluso dormía fuera. Se especulaba que tenía buen agarre, que trabajaba en casa del coronel como jardinero. Tuvo que esperar varios días para hablar con él.

-Es verdad que estoy a punto de licenciarme pero no te recomiendo que ocupes mi puesto. – Le soltó dejándolo planchado. Mas se recuperó pronto.

-¿A qué te dedicas? Yo soy agricultor, capaz de llevar un huerto o un jardín.

-Eso está bien pero hay algo más y ahí está el riesgo.

-¿Qué riesgo?

-Avísame cuando vayas a salir una tarde. Lo verás por ti mismo.

La tarde llegó, el jardinero le dio una dirección y le dijo el autobús que debía tomar.

El autobús iba a reventar, la gente volvía del trabajo a casa, al barrio situado a las faldas del Naranco. Llegamos al número de la dirección, una casa de dos plantas con jardín, y ¡qué jardín!, nuestro afortunado amigo hacía bien su trabajo. Rodeaba toda la casa, estaba bien cuidado, los parterres de césped alternaban con setos que separaban planteles de rosas y otras plantas de flor y, en las cuatro esquinas, cuatro huertos en los que se cultivaba todo lo necesario para una buena cocina, todo de temporada.

Alejo se dirigió a la cancela mientras una cortina se abría y dejaba entrever la cara de una mujer.

-¿A dónde vas?

-¿Qué voy a decir?

-Que eres capaz de cuidar este jardín tan bien como quien te precede. ¿O no?

-Yo no sé decir esas cosas

-Entonces di lo que te salga, no lo pienses, como haces siempre.

Se volvió decidido, marcando el paso, llegó hasta la puerta, levantó el puño y lo retuvo ahí, volvió la cara y me interrogó con la mirada, asentí y le señalé la cabeza, se descubrió y golpeó la puerta tres veces, mientras me puse a su lado. Nos abrió una señora de unos cuarenta años, exhibía el atractivo que le daban sus ojos claros, el pelo rubio y el talle de una joven.

-A sus pies, señora. ¿Podemos pasar? – Vi como se ponía colorado y como la señora esbozaba una sonrisa.

-Pasen, les estaba esperando.

-¿Cómo es posible…? – empezó a decir pero lo empujé y avanzó trasponiendo la puerta.

Nos sentamos en el sofá que nos indicó, desapareció para volver con una cafetera y unas tazas sobre una bandeja. Mientras yo abría la boca, el gracioso reaccionó yendo a coger la bandeja.

-Permítame señora… ¿Cómo debo llamarla?

-Gracias, de momento señora.

Nos sirvió dos tazas de café flojo, casi aguado. Nos colocó próximo un azucarero con terrones. El gracioso se sirvió dos y recuperó su compostura mientras yo me preguntaba por qué nos esperaba.

-Verá, señora. Nosotros, bueno yo estoy aquí…

-Porque quiere sustituir a Virgilio, él me lo advirtió y me dijo que no se fiaba del todo de usted, que incluso ha estado en el calabozo. ¿Usted también, joven?.

-Sí, señora – reconocí – deje que le explique.

-No hace falta, estoy al tanto de todo.

-Le informó Virgilio, supongo.

-No, me informó mi marido, el capitán de la tercera.

Alejo se levantó como si del sofá hubiese salido un muelle justo debajo del trasero.

-¿No le gusta el café? – preguntó ella.

-Su café es excelente pero creo que no debemos entretenerla más – dijo sorprendiéndome por lo rebuscado de la frase.

-¿El compañero opina lo mismo? – se dirigió a mí que seguía sentado.

-Creo que ya que estamos aquí deberíamos exponerle la razón de nuestra presencia.

-¿Usted también es jardinero?

-No, señora, soy maestro.

-Entonces el jardinero es usted. ¿Qué interés tiene por servir de jardinero en casa de su capitán?

Alejo había vuelto a sentarse y recobraba el habla.

-Siendo sincero, – empezó y me miró buscando la aprobación – mi interés es pasar a la compañía de destinos junto a mi compañero aquí presente.

Tardó un tiempo en responder, nos miraba a los dos, nos examinaba para darnos el aprobado o el suspenso. Yo también pude mirar sus rasgos, tenía una nariz pronunciada, grande en exceso pero lejos de estropear la belleza de un rostro sin arrugas, adornado por unos ojos verdes y cabellos rubios, le daba personalidad y le procuraba un gran atractivo.

-¿Cree que mi marido daría su aprobación?

Deduje que estaba acostumbrada a esto, era una mujer simpática y temida, lo cual la divertía.

-No – dijimos casi al unísono.

-Pero la decisión es mía, – dijo al instante – mi marido no manda aquí que ya lo hace en el cuartel y mucho, según me cuentan.

-Pues verá… – empezó Alejo que se cortó al verme mover la cabeza de un lado a otro.

-Déjelo, quiero oír lo que piensa, le aseguro que quedará entre nosotros.

-Su marido es tan bueno que quiere que los demás seamos iguales, pero no somos militares. Quiere prepararnos bien pero no nos da respiro.

-Y por eso quieren irse a otra compañía. – No nos dejó responder – ¿Por qué los mandó al calabozo?

-Fuimos imprudentes y él no podía permitirlo – quise resumirlo así.

-Cuénteme más – pidió.

Me explayé, aunque algo me decía que conocía la historia. No me dejó terminar y se dirigió a mi compañero.

-A partir del lunes vendrá con Virgilio y estará a prueba, si la supera lo sustituirá.

Se levantó, fue hasta la puerta que abrió.

-Adiós – dijo secamente dando a entender que todo estaba dicho.

El gracioso entró en una de sus etapas de pesimismo expansivo, de ninguna manera pensaba pasarla él sólo, nos hacía partícipes a todos y a los que intentábamos animarle nos decía que no debíamos engañar a un pobre diablo.

 

 

 

 

 

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