Mili una historia. Capítulo 35. La generala

No era la mujer del general, que podría. Se trataba de un toque más, uno poco usual que llamaba a toda la tropa a formar con todos sus pertrechos, incluido el armamento.

Era tan poco corriente que en el tiempo que llevábamos en el cuartel no sólo no se había producido sino que además nunca lo habían mencionado; Alejo, muy enterado él, decía que sí y que yo nunca estaba atento.

El caso es que Radio Macuto hablaba sobre el tema a diario y no había que ser muy agudo para empezar a prever que habría un toque de generala en breve.

¿De dónde salían estos rumores? Los más puestos en rumores y cotilleos varios decían que la fuente estaba en la compañía de destinos, por los destinados en las oficinas pasaban todos los escritos y comunicaciones.

El caso era que algunos no vivían ni dormían de lo pendientes que estaban al dichoso toque. Radio Macuto había cargado tanto las tintas respecto a la respuesta inmediata que había que dar que casi había sembrado una psicosis. Se especulaba sobre el día elegido pero mucho más sobre la hora, se hacían apuestas con cigarrillos, se montaban debates sobre ello defendiendo si sería de día, de noche o de madrugada.

Sonó de madrugada dando la razón a los que sostenían que en otro momento pasaría desapercibido, se confundiría con otro o sembraría dudas. Todos dormían pero los que hacían la imaginaria encendieron luces y, con gritos y palmadas, nos despertaron. Tal como les habían ordenado fueron a zarandear a los que seguían durmiendo o a tirarlos de la litera si fuera necesario.

En un minuto estábamos todos en el patio formados por compañías. ¿Todos? No, el que faltaba era el encargado de hacer el recuento y el parte no llegó al capitán que se puso más colorado aún. El cabo primero, conocido como el de la base por ser el heredero de Alejo en su transporte, sustituyó también al sargento y llegó con el parte.

-Todos presentes, mi capitán, menos quien usted ya sabe.

No podía ir ante el coronel para decir que le faltaba el sargento. Me mandó a mí, el primer cabo rojo que le pillaba a mano. Corrí todo lo que pude, más bien poco con todo lo que llevaba encima: mochila, correaje con dos cargadores, el cetme y el casco que, por cierto, utilizábamos por primera vez. Llegué ante la puerta de su dormitorio y la encontré cerrada, las voces del sargento pedían que algún «estúpido chivo de mierda» la abriese. Siempre tan amable.

-¿Cómo la abro? El pomo no gira.

-Déle una patada, idiota.

Así lo hice. Cuando se abrió me quitó de en medio con un empujón para salir disparado como un sputnik. Para colmo llegó sin el casco que olvidó con las prisas. El capitán fue el último en comparecer ante el coronel que esperaba impaciente.

Aquello no duró más de diez minutos. ¡Qué diez minutos! No los olvidaríamos nunca. Rompieron filas todas las compañías menos la nuestra.

Tuve que presentarme ante el capitán mientras la compañía esperaba fuera, formada y en descanso. Conté lo que sabía, incluidos el empujón y los insultos, no podía olvidar la semana en el calabozo por su culpa. De la compañía de destinos vino un carpintero para examinar la puerta. Descartó que la cerradura hubiese sido boicoteada.

Volví con la compañía y ocupé mi puesto. Estuvimos en el patio hasta el toque de diana, formados y en posición de firmes por orden directa de un capitán furioso que hacía responsables a todos de su descrédito. Sabíamos la causa del enfado pero no que íbamos a pagarlo nosotros. Perdimos tres horas de sueño y otra vez tuve que decirme «si no lo entiendes no preguntes».

Me convertí en reportero de Radio Macuto y pude comprobar que nuestro sargento no contaba con el afecto de nadie. Tampoco salió bien parado el capitán por su reacción infantil e injusta.

Cuando pensábamos que arrestarían a la puerta por no abrirse, los soldados que estaban de imaginaria fueron considerados culpables y llevados al calabozo esa misma noche. También esa noche el sargento desapareció de nuestra vista durante dos semanas, durante las cuales el capitán no dejó de recordarnos que estaba cabreado y que nosotros, por simpatía, debíamos estarlo. Para ello no cejó en su empeño de hacernos sudar tinta china hasta conseguir que por nuestras bocas saliesen todo tipo de improperios

Mientras, el cabo primero hizo las funciones de sargento no teniendo que llevar la base de la ametralladora. Ésta le fue adjudicada al experimentado Alejo que, para la ocasión, compuso estos versos: «Cuando suene la generala / la imaginaria esté atenta / que vayan como una bala / a derribar esa puerta. / Ya salió nuestro sargento / y aprovechando el momento /  dio al capitán un abrazo / sin esperar un rechazo. / Ya se fue nuestro sargento / el primero ocupa su puesto / yo sustituyo al primero / cargando un peso ligero.»

Radio Macuto difundió la noticia por todo el cuartel. Los versos no vieron la luz porque Alejo tuvo que elegir entre divulgarlos o subir a la compañía de destinos. Se conformó con enviárselos a María en lugar de los de Gerardo Diego que tenía preparados; éstos sí los firmó asegurando, orgulloso de sí mismo, que eran suyos.

Por cierto, durante una semana estuvo asistiendo a casa del capitán junto con Virgilio, tomó buena nota de lo que quería la señora y cómo lo quería, estuvo llevando dos de los huertos y se encargó de cortar los setos; en esto último reconoció su bisoñez. Tras esta semana Virgilio le dijo que la señora se lo estaba pensando y se cuidó de darle esperanza. Alejo volvió al pesimismo, esta vez más justificado por los últimos acontecimientos.

 

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