Mili una historia.Capítulo 15. La marcha verde y Correos

 

Radio Macuto seguía retransmitiendo, sin antenas, de boca en boca. Ahora tocaba un tema que preocupaba a España entera y que afectaba al Ejército donde, queriendo o no, me encontraba entonces.

Las relaciones con Marruecos se habían vuelto tensas como consecuencia de la llamada «marcha verde» planteada por Hasan II, un pulso a España para forzarla a abandonar el territorio del Sahara dejándolo en manos de Marruecos y Mauritania. Pero antes de abandonarlo, como era su deseo, España debía cumplir una resolución de la ONU y celebrar un referéndum.

Para los militares la marcha verde era una provocación intolerable que no había que dejar sin respuesta. El coronel del CIR estaba dispuesto a llevarnos allí para defender un territorio que España deseaba abandonar.

A todo esto Radio Macuto añadía que se adelantaría la jura de bandera para  hacerlo posible. Yo no podía dar crédito a semejante ocurrencia pero sí a las noticias que nos llegaban por medio de los transistores durante la noche, noticias que hacían referencia a las voces discordantes que se alzaban al respecto de la marcha verde, unas apoyando la intervención militar y otras la actuación de la diplomacia. Se temía, con motivos, que tras un año de la muerte de Franco, los militares aprovechasen la circunstancia para dar un golpe de estado y quebrar la incipiente democracia.

Mientras tanto ensayábamos el desfile con toda la compañía. El sargento apenas se llevaba disgustos y en algunos descansos nos decía que íbamos mejorando; justo entonces empezaba a torcerse de nuevo. Alejo andaba desaparecido, no destacaba en ningún sentido  y se había vuelto prudente. El sargento lo ponía de ejemplo porque hasta entonces no lo era. Mas hizo una pregunta, en pleno ensayo, que rompió la calma.

-¿Qué santo habrá boca abajo para este cambio? – bromeó.

Alejo respondió volviendo a las andadas:

-Ninguno que usted deba conocer.

Alguien paró en seco y el atropello fue general. La expectación se hizo patente y el sargento no pudo hacerse el sordo.

-Cabo, acompañe al recluta al calabozo, pasará unos días a la sombra, incomunicado y sin recibir correspondencia.

-Ése era mi santo, – reaccionó Alejo – no me deje sin las cartas, mi sargento.

-Estarán esperando a que salga.

-Le pido disculpas y propongo otro castigo.

El sargento guardó silencio, esperando la propuesta.

-Limpiaré las botas a toda la compañía.

-No es suficiente.

-No saldré del campamento.

-Tampoco.

-Lo que usted diga pero no me quite el correo.

-Me lo pensaré.

Así terminó el enfrentamiento. Lo miré reprochándole su falta de tacto.

En la compañía se empezó a especular sobre la decisión que tomaría el sargento. Todos coincidían en considerarlo un buen hombre y Alejo estaba de acuerdo. Pero también pensaban que estaba muy harto de que lo sacase de sus casillas y ahí ya no estaba tan de acuerdo, incluso intentaba justificarse:

-Tenéis que reconocer que soy el único que aporta alguna novedad en medio de tanta monotonía. Yo mantengo vivo el único aliciente de estar en el patio haciendo el chorra y pasando frío.

Puestos a pensar en qué consistiría el castigo se montó una porra; se fue pasando un folio y cada uno fue anotando el correctivo que merecía nuestro compañero de armas. Él mismo quiso participar y anotó con grandes letras: «se apiadará de mí y me conseguirá una semana de permiso».

A pesar de la gran imaginación que todos pusieron ninguno acertó porque el sargento resultó ser imprevisible. Se llamaba Requejo y era un militar de academia, un suboficial con dotes de mando y capacidad para escuchar al mismo tiempo, una mezcla poco usual. Era bajito y delgado, con la complexión de un corredor de fondo. No tenía precisamente un carácter dulce, gritaba y se enfurecía cuando las cosas no salían como esperaba y, sin embargo, ni ofendía ni humillaba.

Pues el sargento ideó un castigo ejemplar que no lo parecía. Alejo, contra todo pronóstico, conservó su correo. Lo castigó a repartir la correspondencia desde la recepción a todas las compañías. Llegó a conocer la situación de ellas en el campamento, al cabo furriel de cada una y se hizo conocido y esperado porque no había nada que importase más que el correo.

Se decidió que la porra la ganase Alejo por haberse acercado más: no le había conseguido el permiso pero sí se había apiadado de él. Con buen criterio renunció al premio pero sí pidió explicaciones a los que lo privaban de recibir sus cartas, dejando claro que esto era lo único que le quitaba el sueño.

Una vez más aquel sargento demostró su calidad humana y nos ganó a todos para su causa que no era otra que la de conseguir hacernos desfilar como se esperaba.

Alejo estaba encantado con su nuevo «trabajo» aunque le quitase gran parte del tiempo libre. Tanto que había desechado definitivamente pertenecer a los cuerpos especiales y prepararse para ser cartero.

-Es un privilegio, – decía – soy el primero en recibir el correo, el primero en leerlo. Después ya no me importa prescindir de lo que sea.

-Eres el más deseado, como tu hijo – quise bromear.

-Las caras se iluminan cuando reciben cartas. Soy yo quien las lleva y eso es importante – dijo presumiendo.

-Correos es importante – corregí.

-Aquí yo soy Correos.

En eso llevaba razón. Pero el sargento nos había pasado inadvertido.

-No por mucho tiempo, – intervino – te levanto el arresto.

Ya se había dado la vuelta cuando Alejo llamó su atención:

-Puedo seguir haciéndolo, mi sargento, no me importa.

-Se trata de un arresto, no puede durar eternamente. No insista.

Iba a hacerlo mas lo pensó mejor y desistió, se sentó en la litera de abajo y reanudó la carta que escribía con grandes letras.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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