Un día después de la guardia llegó a la compañía un cabo preguntando por expertos en fontanería, albañilería, electricidad y jardinería para el mantenimiento del cuartel. Cambiarían de compañía yendo a parar a la compañía de destinos. Ya se iba con ellos mas se volvió para preguntar de nuevo.
-¿Hay algún maestro?
-¿Maestro de qué? – preguntaron muchos.
-Maestro maestro.
Permanecí callado, Alejo me miró interrogante, negué con la cabeza. El gesto no debió pasar desapercibido.
-Si hay alguno que pase por la biblioteca para ver al «pater».
Se fue y Alejo se acercó para reprocharme.
-¿Te has vuelto loco? Es una oportunidad de salir de aquí para ir a la compañía de destinos.
-¿Y qué?
-No harías más guardias.
-Lo primero que aprendimos fue que en el ejército «voluntario ni para comer».
-Ya, pero vas a hablar con el «pater», será una propuesta que podrás o no aceptar. Vas a subir aunque tenga que llevarte a empujones.
Subí, seguí todo el protocolo, me cuadré ante él. Estaba solo, sentado en la única mesa situada de frente a la puerta.
-A sus órdenes, mi… – Caí en la cuenta de que no sabía su grado por lo que dejé la palabra en el aire.
-Capitán, pero llámame «pater» – dijo saliendo de detrás de la mesa. Vestía con sotana, su escasa estatura le hacía mirar siempre hacia arriba, una de sus manos iba en el bolsillo y la otra la balanceaba al hablar; su cara era franca y estaba presidida por una gran sonrisa.
-Así que eres maestro – dijo ofreciéndome su mano. Aquel tipo de saludo lo creía imposible viniendo de un capitán. La estreché.
-Sí, mi…, sí pater. Aunque tengo poca experiencia – respondí para dejar una puerta abierta a la renuncia.
Me explicó que en cada reemplazo llegaban soldados analfabetos que procedían de zonas rurales sin escuela. Me quedé esperando.
-Aquí, al lado, hay dos aulas donde se trabaja con ellos por las tardes.
Volví a callar, me estaba ofreciendo renunciar a las horas de descanso, las únicas en que podía resarcirme de los servicios del día y de las «putadas» de la noche.
-De momento no irías a la compañía de destinos.
Iba a decir que no, a darle mis razones; pero puso la mano por delante para indicar que no había terminado.
-Te harías cargo de la biblioteca.
Vio como se me iluminaba la cara, lo miré con otros ojos, me puse más erguido. Sabía que había caído en sus redes pero no me importaba con tal de ser dueño y señor de aquel lugar mágico.
-Cuente conmigo, pater – respondí a su propuesta, a pesar de tener mil dudas y saber que no iría a la compañía de destinos y que seguiría haciendo guardias de momento.
Volvió a ofrecerme la mano y, sin soltar la mía, me informó de carrerilla:
-Mañana a esta hora empiezas. Hay otro veterano que te ayudará. Y a partir de ahora eres cabo, cabo rojo. Enhorabuena porque supone un aumento de sueldo considerable.
Su última frase estaba llena de guasa pero, en cierto modo, llevaba razón: un soldado cobraba 300 pesetas y un cabo 375, un 25 por ciento más. Me puso en la mano los galones, me acompañó hasta la puerta dándome palmaditas en la espalda mientras me soltaba palabras de ánimo y terminando todas las frases con mi nombre.
Pasé el resto de la tarde cosiendo los galones a la ropa que debía llevarlos y a las gorras. No me compliqué la vida, di un par de puntadas a un extremo y al otro y lo di por bueno. No pensaba perder el tiempo con aquello. Encima tuve que soportar a Alejo gastando bromas sobre mi habilidad y su participación en todo aquello.
-El ascenso me lo debes a mí, maestrillo.
-No creo que sea de agradecer.
-Claro que sí. Hay que celebrarlo por todo lo alto.
-Si quieres ir a celebrarlo en la cantina, échame una mano.
Estuvo a punto de echar a correr pero una cerveza es una cerveza. Así que se puso a la labor demostrando que no había cosido ni un botón en su vida, como yo. La práctica fue provechosa y la cerveza más.
El veterano maestro pasó a verme, me explicó el método que seguía para enseñar a leer y escribir sin más pretensiones en principio; estuve de acuerdo; se jubilaba en marzo por lo que hasta entonces no subiría a la compañía de destinos. Esto suponía tres meses de espera, tres meses haciendo un trabajo sin compensación pero seguí pensando que valía la pena con tal de disfrutar en plenitud del único espacio con luz de aquel lugar. Luz en todos los sentidos.
A la tarde siguiente conocí a mi grupo de alumnos. Me dediqué a conocer la situación de cada uno, me lo podía haber ahorrado porque los ocho partían de cero. Empecé enseguida, impaciente por saber de la capacidad de cada uno. Al final de la clase los animé a todos y les aseguré que aprenderían y recibirían su certificado pero, sobre todo, que podrían ocuparse de su propio correo. Uno de ellos esperó a que sus compañeros se marcharan.
-Mi cabo, yo estoy en la tercera.
-Perdona, no te recuerdo.
-No importa. Quiero decirte que cuentes conmigo para lo que necesites.
-Te doy las gracias y te digo lo mismo. Puedes estar tranquilo, nadie sabrá que estás viniendo a clase.
-También quiero que sepas que nadie volverá a molestarte.
No esperó respuesta, se puso la gorra y salió del aula. Por mi parte me quedé mirándolo, si alguien podía convencer con su sola presencia era aquella mole de uno noventa y muchos kilos. Aquella noche dormí sin interrupciones, nadie me molestó como me prometió mi alumno. Así fue en adelante.
Enseñar se había convertido en un reto y en una ilusión. Mis alumnos aprendían a buen ritmo, mostraban gran interés y se alegraban al ver los resultados. Llegué a entablar con ellos una relación de amistad sin perder mi papel de maestro en el que, por primera vez, llegué a sentirme seguro.