Sonó el toque de silencio, las luces se apagaron inmediatamente, sin concedernos unos minutos de cortesía para deshacer los petates y hacer las literas. Lo hicimos a oscuras.
La luz se había apagado pero no los gritos, empeñados en hacernos aprender que éramos chivos, chivos y chivos. A la clase de vocabulario se unieron las amenazas, nos iban a putear, a matar, a machacar y otras lindezas por el estilo.
Se hizo el silencio y quien más, quien menos, se dedicó a dormir que tocaba ya. Mas el sueño iba a ser difícil de conciliar porque aquella noche iba a dejar de ser la «nochebuena» para tomar todas las características de la «noche de San Juan».
El primer cubo de agua cayó sobre la litera de al lado. El chivo se levantó y no vio al autor que había vuelto al refugio de su cama para ocultar su acción, la que iba a desencadenar otras parecidas. El chivo retiró la manta y las sábanas, las desplegó y colgó en el cabecero. Tras secarse como pudo, se vistió por completo incluidas las botas y cometió el error de soltar su indignación.
-¡Hijos de puta, sois unos hijos de puta!
Se hizo el silencio esperando una respuesta. Entre nosotros, los chivos, nadie dormía, no se veía nada pero sí se oían las carreras y las risas. Esta vez varios cubos cayeron en diferentes sitios, a lo que siguieron las carreras y nuevas risas. Nos levantamos todos y fuimos al dormitorio del sargento. Éste fue el segundo error; aprovecharon para mojar todas las literas y cuando el sargento, que se había hecho el sordo, muy cabreado, nos acompañó y contempló el espectáculo, dio una nueva muestra de su dimensión humana.
-Mirad la que habéis liado, hay que mear antes de irse a dormir. Coged las fregonas y limpiadlo todo.
Así lo hicimos, otra vez me decía «si no lo entiendes no preguntes, olvídalo». Estábamos en el ejército.
Descartamos el sueño y nos dedicamos a salvar la poca ropa que nos quedaba seca, hicimos de nuevo el petate y nos fuimos a los lavabos. Y así, sentados en el suelo y apoyada la espalda contra la pared alicatada, pasamos el resto de aquella pésima nochebuena que intenté aparcar en el olvido sin conseguirlo.
Alguien contó un chiste, otro quiso ver el lado bueno de todo aquello pero sin éxito alguno. Nos molestaba más que nada no poder dormir, nos dolía no comprender y nos inquietaba la incertidumbre de nuestro futuro más próximo. Sobre esto hablábamos, de las noches que vendrían. Resistirse, enfrentarse, llegar a las manos, responder de la misma forma; llovían las propuestas en previsión de que hubieran más noches como ésta.
-Somos menos, nunca tendremos el apoyo de los mandos y sólo conseguiríamos empeorarlo y alargarlo. – Así les expuse mi postura y ahora al recordarlo me arrepiento. Con mucho pesar coincidieron conmigo y me hicieron caso, decidimos aguantar sin más. Siempre me quedó la incógnita de qué habría pasado si le hubiéramos plantado cara. Si para algo sirvió aquella noche fue para formar un grupo unido que, más adelante, demostraría que compartir la adversidad nos hace más solidarios.
El toque de diana vino con burlas y amenazas lanzadas al aire, evitaban el cara a cara, miraban al suelo para soltar barbaridades y se carcajeaban. ¿Qué satisfacción podían sentir? Podía suponer que habían sido víctimas de otros y que ahora se tomaban venganza. ¡Estúpidos!
-¡Chivos, vais a morir todos! – Esta era la frase más repetida. Lo peor era que la proferían todos, sin excepción. Y si la había estaba basada sólo en el silencio porque nadie se pronunció en contra de ese proceder que se empeñaban en denominar «novatada».
Era Navidad, la más oscura que había vivido hasta entonces. Habría salida a Oviedo pero no para nosotros. Nos reunieron en el patio, haríamos un recorrido por el cuartel y nos darían instrucciones para entrar de guardia, esta vez acompañados por un veterano. Todo lo que veía me parecía igual, oscuro y frío, había enormes balcones cerrados. Nadie preguntó nada, no se hizo comentario alguno. Íbamos y veníamos por pasillos oscuros conociendo la que iba a ser nuestra «casa» durante un año.
Ni una sola vez oí un «feliz navidad», ni lo vi escrito. Ni una guirnalda colgaba de ningún sitio, ni un árbol brillaba con sus luces y únicamente en la capilla había un belén con escasas figuras y una estrella de luces intermitentes.
Llegamos a la biblioteca, aquello era otro mundo, todos los muebles eran de madera de roble, estaba bien iluminada porque, aquí sí, los balcones estaban abiertos invitando a la luz a colarse por ellos, los libros estaban en armarios dispuestos alrededor de la estancia, en el centro grandes mesas con sillas de madera que lucían asientos y brazos tapizados en verde; sobre las mesas lámparas que dirigían la luz hacia abajo. Presté toda la atención, se podía entrar allí por las tardes si no estabas de guardia o realizando otro servicio. Me relajé, pensé que si existía aquel rincón de luz entre tanta oscuridad estaba salvado.
Nuestro cicerone aprovechó para recordarnos que contravenir alguna norma llevaba al calabozo, lugar que también visitamos pues era uno de los puestos de guardia.
La bienvenida seguía siendo inhóspita, tenían el claro propósito de hacernos sentir mal. Yo no lo comprendía pero había que callar y olvidar, pensar que llegarían tiempos mejores. Si antes lo dudaba ahora empecé a estar seguro que aquel cuartel estaba arrestado y con nosotros dentro.