Mili una historia. Capítulo 13. Una buena noticia

 

Alejo se calentó enseguida. Se veía vestido con los diferentes uniformes, sacando pecho, con la boina muy ladeada, soplando a la borla del chapiri para quitársela de la cara, saltando del avión como si nada, abrazando a una sombra con guadaña…

Decidió enrolarse en los boinas verdes primero, luego decidió que ser paraca molaba más, con la legión no estuvo muy convencido pero le dijeron que tenían como mascota una cabra y se sintió más identificado. Al día siguiente se veía en la alta montaña, vestido de blanco sobre unos esquíes. Parecía que pensara en huir de donde estaba, de donde no le gustaba estar.

Mas una carta vino a bajarle de la nube. Lo vi leerla, le temblaban las manos. Me sorprendió mirándolo e intenté disimular pero él me alargó la carta y me invitó a leer.

«Querido Alejo: Espero que al recibir ésta te encuentres bien, yo bien a Dios gracias.

Comprendo que, por estar donde estás, recibir esta noticia no te será de mucha ayuda para tu ánimo, pero confío en tu fuerte carácter y tu sentido del humor.

El caso es que me encuentro embarazada. Ya tenía sospechas antes de irte, mas no quise preocuparte antes de estar segura.

Me encuentro muy bien, mejor que antes. Como mucho porque tu madre y la mía me dicen que debo comer por dos. ¿Será verdad? Si ellas lo dicen… No paran de darme la brasa, las dos, pero con buena intención.

Por la noche le hablo de ti, de lo bueno que eres y de lo mucho que se va a reír contigo.

En fin, que no debes preocuparte por nada. Sólo te pido que, a partir de ahora, me escribas muchas muchas cartas.

Antes de que se me olvide, tu madre te manda besos y abrazos.

Y yo más, muchos muchos besos.

Te quiere.

María»

Estaba detrás de mí, miraba por encima de mi hombro, releyendo al mismo tiempo que yo y regaba mi traje de faena con lagrimones como puños.

Me volví para darle un abrazo, sobraban las palabras. Ahora las lágrimas se convirtieron en sollozos. Éramos el centro de atención, pararon de hacer lo que estaban haciendo, preocupados al ver como nos comportábamos de manera tan extraña. Se volvió hacia ellos, levantó las manos y gritó:

-¡Voy a ser padre!

Le llovieron las palmadas en los hombros y la espalda para felicitarlo, le quitaron la gorra y la lanzaron al techo, se la volvieron a poner encajándola hasta las cejas, le cantamos «es un muchacho excelente» y lo dejamos allí, en medio de la compañía, encantado, agarrando la carta que había acercado al pecho, sin ver, ajeno a todo.

Ahora lo más urgente para él era responder a la carta. Eso le absorbía el pensamiento y no daba pie con bola. En la clase de teórica no prestaba atención ni se molestaba en disimular, apoyaba el codo sobre la pala de la silla y la cara en su mano; así, miraba al infinito. El alférez ya lo conocía y, temiendo otro episodio, lo dejó en paz. Su trabajo debió costarle porque no paraba de mirarlo para ver si volvía.

Mas en la instrucción no iba a pasar desapercibido. No oía nada, estaba sordo  a todo salvo a su interior, cambiaba el paso, se quedaba parado, chocaba con el de delante…

Al sargento se le marcaban las venas cuando le gritaba pero él seguía inmutable, miraba sin ver y mantenía una sonrisa de bobalicón. Por fin el sargento, con buen criterio, lo apartó de la fila y lo mandó a correr. Alejo no perdió la sonrisa y fue a sentarse en el suelo interceptando el paso.

-¿Puedo hablar con usted, mi sargento?- me vi obligado a intervenir.

En voz baja le comenté la razón de su extraño comportamiento y reaccionó bien, lo miraba moviendo la cabeza de izquierda a derecha a modo de conmiseración y seguimos con el desfile. Todos agradecieron el parón y dirigían la mirada hacia el futuro padre sentado impertérrito, como una estatua.

Al final de la instrucción el sargento quedó a solas con él en la explanada.

-Tienes que ayudarme a escribir la carta – me dijo nada más llegar a la compañía.

-¿Qué te ha dicho el sargento?

-Nada, me felicitó. Por cierto, ¿cómo lo sabía?

-Se lo dije yo.

-Pues dice que me espera mañana.

-¿Y qué?

-No me ha gustado el tono.

Aquella tarde nos pusimos manos a la obra. Le convencí que debía ser él quien la escribiera, que hiciera primero un listado con todo lo que quería decirle. No podía permanecer sentado, andaba de aquí para allá, salía y entraba, se paraba para escribir alguna idea en el folio apoyándose en cualquier superficie plana.

Cuando tuvo su lista se sentó en la litera y apoyó un folio en blanco en una carpeta de gomas elásticas. Escribía con soltura, sin pararse a leer lo ya escrito, tachaba del otro folio la idea desarrollada y reanudaba la tarea, daba vueltas entre sus dedos al bolígrafo o lo mordía cuando estaba indeciso. Llenó el folio con pocos renglones de palabras de gran tamaño. Sacó otro de la carpeta y después un tercero y así hasta cinco.

Tardó una eternidad, a mí me lo pareció. Mientras la corregía quedaba convencido de que también escribiendo tenía esa facilidad para mostrarse natural. Su maestro, comprensivo según él, había hecho un buen trabajo en cuanto a estilo y ortografía; no lo había logrado en la caligrafía, tenía una letra legible pero grande en exceso. La carta decía así:

 

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