Aquella mañana Radio Macuto anunció que se había suprimido la teórica. Nos visitaban soldados de los cuerpos especiales: Grupos de Operaciones Especiales (boinas verdes), Paracaidistas (boinas negras) y la Legión. Objetivo, comerte el coco, reclutar a los posibles interesados en incorporarse a estos grupos. Primero daban una charla a toda la compañía y luego se quedaban los que querían más información o dar sus datos para ser seleccionados.
Los reclutadores iban vestidos con el uniforme de campaña, muy diferente al nuestro. El suyo destacaba, sobre todo, por ser de camuflaje, llevar un pañuelo anudado al cuello y por cubrirse con boina en lugar de gorra; la llevaban tan ladeada que más que cubrir la cabeza servía de alero para la oreja. Los diferenciaban también los escudos o emblemas que portaban en el chapiri o la boina y en la manga.
Eran auténticos vendedores, sabían captar a sus presas inmovilizándolas con su labia, anulando su voluntad. Sabían que una vez que les prestaban atención habían caído en sus redes y estaban a su merced. A partir de ese momento estaban perdidos, no los dejaban pensar, los bombardeaban con frases hechas que, normalmente, daban resultado. Sus víctimas llegaban incluso a creer que por el sólo hecho de quedarse allí recabando más información eran deudores y su respuesta ya no podía ser no.
Cuando acabaron las tres charlas huí lo más lejos posible de ellos. Todo lo que prometían eran penalidades, peligros, disciplina rayando los límites y un uniforme muy chulo con el que seguro ligabas. Para algunos el atractivo estaba en poder quedarse en el ejército como profesional, poder dejar el mundo de donde procedían, un mundo peor que sólo les prometía lo ya conocido. A ellos los entendía, como entendía también que los reclutadores no aceptaran a voluntarios que no estuviesen dotados físicamente.
Voluntarios los hubo, sobre todo para los boinas. La legión lo tenía más difícil para pescar a alguien, su imagen era la de un cuerpo al que pertenecían locos o delincuentes a los que se les perdonaba todo mientras estuvieran allí y obedecieran órdenes ciegamente. Además el reclutador legionario no solapaba la verdad ni prometía nada atractivo; por el contrario pintaba un infierno donde se desenvolvían los amantes de la muerte, palabra que repetía de continuo.
Al día siguiente vinieron las Tropas de Montaña, montaron una carpa blanca con una exposición de fotos muy atractiva para la vista y dieron la típica charla; parecían más civilizados pero prometían más de lo que ya teníamos: nieve, frío y más de lo mismo que los otros: la seguridad de que, en caso de necesidad, serías el primero en intervenir. En esto coincidían los tres.
-¿Quién de vosotros sabe esquiar?
Nadie. Si había alguno se cuidó de hacerlo saber. ¿Qué esperaban? Con la nueva política del Ministerio de Defensa los del sur estábamos en el norte y viceversa.
-Con nosotros aprenderéis. Y también a resistir en condiciones extremas.
Radio Macuto nos había advertido de muchas cosas para no dejarnos engañar; entre otras nos había ilustrado sobre las clases de esquiar, consistentes en ponerte en pendiente y darte un empujón. Aunque parecía mentira, muchos lo dimos por sentado. Alejo, que estaba «calentito» para enrolarse, se enfrió al enterarse del método de aprendizaje empleado. Y, como era de esperar, no se quedó con la pregunta en el cuerpo.
-¿Es verdad que te tiran por un precipicio para que aprendas?
A reír tocaba, hasta los soldados de montaña, que hasta entonces habían permanecido fríos como el hielo, no pudieron evitarlo. Alejo permaneció serio mientras esperaba una respuesta.
-¿Usted qué cree? – intervino uno de ellos esperando zanjar el asunto. Mas no lo conocía.
-No sé qué pensar – respondió; y parecía muy preocupado.
-El aprendizaje tiene lugar en una pendiente muy ligera.
-¡Ah!. – Alejo suspiró aliviado.
-Luego será otra cosa, pero nunca por un precipicio.
-¡Ah!
Por si acaso, dieron por terminada la charla e invitaron a quedarse a los voluntarios. Unos cuantos quedaron allí. Alejo quedó dudoso en la puerta de la tienda. De un empujón lo saqué de allí. Creo que me lo agradeció.
Me pregunté qué tipo de persona era la que se enrolaba en estos cuerpos especiales donde te enseñaban a sobrevivir, a luchar por tu vida y la del compañero, por la patria decían. ¿Qué otra vida dejaban, qué realidad podía ser peor que la que iban a enfrentar? Me propuse conocerlos, conocer su procedencia y su estatus. Pero desaparecieron, creí que primero era jurar bandera y luego integrarte en tu unidad pero ellos recibirían otra instrucción; ellos se fueron antes de que pudieran cambiar de opinión.
Se comentaron las visitas durante un par de días y no tuvieron mayor trascendencia salvo para los voluntarios que marcharon rumbo a un destino incierto. Al resto nos sirvió para perdernos un par de clases del alférez que, a su vez, estaría encantado por perdernos de vista.
No así de la instrucción que era sagrada porque, según el sargento, estábamos muy lejos de hacerlo bien y además las otras compañías lo hacían «de vicio». Le gustaba emplear esta expresión y la metía por todas partes, tanto que algunos la empleábamos sin darnos cuenta o para imitarlo, cosa harto frecuente. Nos constaba que él lo sabía y no le importaba. Así que no era extraño que ganase adeptos y nos implicáramos en hacerlo bien, mejor que las otras compañías con las que siempre se nos comparaba, siendo como son las comparaciones siempre odiosas.