Mili una historia. Capítulo 11. Telefónica

 

Nos dirigimos al edificio de Telefónica. Otros habían tenido la misma idea, todos vestidos de verde. Algunos hablaban con la novia. La mayoría llamaba a casa para decir que estaban bien, que no hacía tanto frío y que estaban en León, como si eso fuera noticia. Pero lo era, para nosotros la mejor.

Era tremenda la pinta que teníamos con aquel traje, yo en cabeza aunque el resto no me iba a la zaga. Era verde, de un verde indefinible, con botones dorados y con relieve; en las solapas de la guerrera lucía la enseña de infantería: espada sobre arcabuz cruzados y sobre ellos cuerno de caza, dorados y recogidos en rombo con fondo rojo.

La misma insignia aparecía en el frontal de la gorra, igual de verde y de horrorosa; eso sí, te hacía mucho más alto. Para colmo era incómoda: si era de tu talla apretaba más de la cuenta dejando la frente cercada de un cordel sanguíneo, si era más grande iba calada hasta las cejas para evitar que se volara. Deseando estábamos de entrar en algún sitio para despojarnos de ella y soltar un «uf», como el que se quita unos zapatos que aprietan lo suyo.

Nos encerrábamos en cabina, la que nos asignaban. Poníamos conferencias. A cobro revertido, no teníamos dinero.

-Sí mamá, que sí, te digo la verdad, que estoy bien. Pásame a papá, anda. – Y oías de fondo a tu madre diciéndole a tu padre lo que tenía que decirte.

-Oye papá, no tengo dinero. – No me anduve con rodeos.

-¿Para qué quieres el dinero? Tienes pagados todos los gastos. – Capté la guasa. Me lo merecía.

-Para las salidas, ya sabes.

-¿No te dan un sueldo? Un soldado es el que lucha por un sueldo.

-Todavía no soy soldado. ¿Por qué no me mandas un giro?

-¿Cuánto quieres?

-Lo que tú veas. – Con mi padre era mejor no ser claro en este aspecto. Si pedía una cantidad concreta eso me mandaba. Si no, le asaltaban las dudas, consultaba con mi madre y terminaba mandando más.

-Oye, no será para irte de… – No contesté, oía a mi madre regañarle por «semejante tontería».

Mi madre me lanzaba besos mientras mi padre colgaba rezongando que «este niño sólo llama para pedir dinero, en el colegio era igual». Me propuse ser más cariñoso la próxima vez, me vino a la cabeza lo de «París bien vale una misa» y me avergoncé.

Alejo aún estaba en la cabina, se movía nervioso, daba vueltas sobre sí mismo pasándose el auricular de una oreja a la otra. Estaba serio y parecía contrariado. Tras colgar permaneció quieto en la cabina hasta que el que esperaba lo aceleró. Salió cabizbajo, me dirigí a él y le golpeé en el hombro.

-Mi familia no puede mandarme dinero – se sinceró. Creí adivinar que no estaba triste por el dinero sino por la familia que, sin duda, pasaba por una mala racha.

-Yo tengo. Y me van a mandar más. Así que alegra esa cara.

-No, no, yo me voy a la catedral, pasaré el día rezando. No creas que voy a aceptar que seas tú quien lo pague todo.

Lo vi venir de lejos, ya estaba acostumbrado a sus bromas.

-Yo veré la catedral otro día. Ahora me voy a un bar. Aquí te quedas, chavea.

Eché a andar sin volverme a mirar; temía que tomara otro rumbo y lo perdiera de vista pero, a la vez, quería comprobar si lo conocía lo suficiente. Me alcanzó en las escaleras. Me echó el brazo por lo alto y me alegré por los dos.

-Bueno, bueno, no te voy a dejar solo con tanto dinero. Además te perderías. Los veteranos me han hablado de un par de sitios.

El par de sitios lo conocía medio campamento y todo León. El primero estaba junto a la catedral, un bar donde tomar una copa, un coñac de la época, muy fuerte pero creíamos que quitaba el frío.

Era un bar pequeño que conservaba el calor y el estilo de los bares clásicos. Tenía una barra que describía una curva suave y varias mesas de madera junto a los ventanales que daban a la plaza de la catedral.

Tuvimos suerte, una de esas mesas estaba libre. Nos sentamos en sendas sillas de madera; me sentí cómodo, la vista de la catedral impresionaba y la luz que entraba de la calle creaba el ambiente perfecto para tomar una copa con un amigo.

Atrás quedaban las primeras semanas. Este rato fue el primero de muchos, tantos y tantos que me hicieron llevarme a León en la mente y en el corazón.

El segundo era una mejillonera, servían los mejillones cocinados de todas las maneras: al vapor, tigre, con mayonesa, en vinagreta, a la marinera, con salsa picante… Un adelanto, un ejemplo de los muchos bares de tapas que ofrecía León, otro detalle más que lo equiparaba con nuestra tierra.

La luz se fue haciendo más y más gris hasta marcar el final de un día que me pareció muy corto. León se había dado a conocer a un montón de reclutas venidos de todas partes que encontraron en él calor a pesar del frío y belleza por todos sus rincones.

En el viaje de regreso no hubo paisaje  pero sí la vuelta a la tensión, al estado de alarma. Alejo andaba por todo el autobús cantando y bromeando; viéndolo no podía decirse que le importara lo más mínimo.

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