Mili una historia. Capítulo 10. La primera salida

 

Habían transcurrido tres semanas de puro grito, de aburrimiento superlativo, de frío intenso, de nieve pertinaz, de adaptación y de imposición de arrestos. En el mismo lote y al mismo tiempo. No sé si hubo algo que pudiera considerarse agradable, divertido o cálido; si así fue no supe verlo ni apreciarlo. A decir de Alejo, el único sitio donde se estaba «calentito» era en la cocina y afirmaba que estar allí arrestado era un premio, de no ser por como te trataban.

Radio Macuto era la radio del ejército, la radio que mejor y más rápido transmitía las noticias internas. Nos llegaba por todas las ondas, todos los medios eran válidos para transmitir siendo el más utilizado el boca a boca. No había noticias oficiales, las de este tipo no interesaban a esta radio e incluso se vetaban o no llegaban muy lejos. Todos éramos sus sagaces reporteros y sus curiosos oyentes.

Pero había que saber que entre sus virtudes no estaba la fiabilidad, entre las noticias se colaban rumores que no tenían ni pies ni cabeza, parecían que estaban destinadas a crear ilusión para combatir tanta desesperación. Las buenas noticias eran las más increíbles  y la experiencia nos enseñó que no se les podía dar crédito. Las malas noticias había que darlas por ciertas ipso facto. Las que ni fu ni fa, según convenían al ánimo.

A través de este medio se recibió la noticia más esperada. Nos soltaban, iban a permitir que unos reclutas que no sabían ni donde tenían la cara saliesen de la «cárcel», se subiesen a un autobús y fuesen a conocer León. ¿Qué podíamos hacer con ésta? La creímos a pies juntillas, por imperiosa necesidad. Además los veteranos la confirmaron para advertirnos que pasarían revista y si nuestro vestuario o las botas no estaban correctas no saldríamos.

Llegó el gran día. El toque de diana sonó de otra manera, o nos lo pareció. Inmediatamente empezó una actividad febril ante una situación nueva. Sacamos de las taquillas, para estrenarla, nuestra ropa de bonito, nos vestimos con las prisas de siempre y dimos lustre a las botas. No había visto nunca tanto cepillo por metro cuadrado que se empleara con tanta energía y eficacia. ¡Qué agradecidas eran aquellas botas! ¡Qué generosidad para acumular polvo,barro, hierba y mugre! ¡Con qué facilidad se desprendía de tanta porquería y volvía a su estado inicial! Aunque con algunas arrugas más porque ya se sabe que el tiempo deja su huella.

No hacía falta mirarme en el espejo para saber que la ropa me quedaba grande, tanto los pantalones como la guerrera. Los primeros fui a sujetármelos por debajo de los sobacos y me acordé de Obélix, la segunda parecía un abrigo por el largo. Ante las risas que despertaba supe que no pasaría desapercibido en la revista y temí que no me dejaran salir; pero recordé que la talla no importaba o, al menos, eso decían.

Alejo, por el contrario, presumía de palmito. Iba a los espejos sobre los lavabos, se miraba y volvía pavoneándose. Comentaba con los demás el aspecto que ofrecían hasta llegar a su taquilla. Reparó en mí.

-Casi no te reconozco – dijo sonriendo.

-Ya – intenté cortar la conversación a sabiendas de lo inútil del intento.

-Bueno, bien visto, no está tan mal. Incluso yo diría que te da más porte.

Me volví a mirarlo. Iba a mandarlo bien lejos pero lo pensé mejor, recordé que había estado dispuesto a cambiarme el traje. De mala gana seguí con la broma.

-Eso creo yo, unas tallas de más y te ves con otro aire.

Nos colocamos en el patio para la revista, esta vez en hilera, firmes y sacando pecho. Un capitán pasaba por delante mirando a la cara, como si no quisiera ver la facha que exhibíamos, pero yo destacaba, estaba gordo en exceso, aquella ropa me inflaba. Si me hubiera visto mi madre…

-¿No había otra talla más grande? – El capitán se había parado delante de mí y miraba atravesado.

No supe responder y él no esperaba respuesta. Desapareció de nuestras vistas y el cabo gritó:

-¡Rompan filas!

Dentro del autobús respiré de otra forma, más profundo. La tensión que atenazaba el cuerpo y la atención sostenida, la vigilia para evitar la metedura de pata y el consiguiente arresto ya no eran necesarias. Me relajé y miré el paisaje: la carretera discurría junto al río Bernesga y no había cuidado de que el autobús cayera a sus aguas porque estaba bordeada por un metro de nieve que lo habría acogido en su seno sin dejarlo caer. El viaje me pareció muy corto, no era suficiente el alejamiento como para dejar de pensar en que la vuelta era inminente.

Al bajar del autobús me identifiqué con esos animales, criados en cautividad, a los que sueltan en un espacio que parece infinito. Me sentí libre pero perdido, miraba a mi alrededor sin dar un paso en alguna dirección, confundido, aturdido. Me llamó la atención un edificio y me dirigí hacia allí. Estaba embobado mirando la fachada cuando recibí un pescozón. Me volví y allí estaba Alejo.

-¿Qué haces? Estás «atontao».

-Me gusta – dije señalando.

-Y a mí. Tiempo habrá de verlo. Vamos, hay que llamar por teléfono.

Tuvimos tiempo para admirarlo; además ése era el lugar donde nos dejaba y tomábamos el autobús. Más tarde supimos que se trataba del edificio Botines, construido por Gaudí.

En el camino hacia la casa de las Matildes vimos que todos los reclutas habían tenido la misma idea: comunicarse con la familia.

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