Mili una historia. Capítulo 46. El escaqueo

Escaquearse es un arte, consiste en eludir obligaciones sin salir malparado en el intento. Es cometer un crimen teniendo coartada, valga el símil.

En la mili era un deporte que se practicaba por parte de todos alcanzando una técnica más o menos depurada. Alejo era el más versado por haber practicado y entrenado más que nadie. Lo intentaba en cualquier lugar y circunstancia y casi siempre salía airoso.

El sargento era el blanco permanente, la persona elegida para burlar su vigilancia logrando no hacer lo que se debía ni estar en el lugar donde se estaba. La depurada pedagogía del sargento consistía en decirnos que hiciéramos lo que nos diese la gana con tal de no molestarlo; no se nos ocurría hacerle preguntas ni, mucho menos, contradecirle en nada aunque resultara evidente que metía la pata. Por tanto era muy aburrido estar con él entre cuatro paredes y escaquearse en estos casos no sólo era deseable, también legítimo.

La tarde de marras estaba dedicada a desmontar y montar la pistola Star de 9 mm. El sargento dormitaba en su mesa haciendo como que nos vigilaba pero en realidad nos ignoraba supinamente; era digno de admiración o de lástima, odiaba su trabajo, el ejército no era lo suyo pero odiaba a los soldados a su mando y, en esto último, se equivocaba porque recibía el mismo cariño de ellos.

Alejo se levantó y, contoneándose, se acercó hasta el sargento que lo vio venir y se puso en guardia. Se la había pegado muchas veces y lo había puesto en evidencia ante todos. Estaba decidido a no dejarse tomar el pelo en esta ocasión.

-Mi sargento, ¿da usted su permiso? – le preguntó.

-Lee mis labios – respondió.

-¿No puedo ir a cagar? – preguntó de nuevo. Sabía que esta manera de pedirlo lo cabreaba mucho. Tanto que se levantó haciendo caer la silla y golpeó la mesa con ambas manos. Así, de pie, gritó la mayor barbaridad que yo le había oído hasta el momento.

-¡A cagar a maría santísima!

Cuando ocurría algo parecido perdía la poca autoridad que le quedaba y el respeto que le tenían descendía hasta mínimos. Todos lo miraban y se sintió avergonzado, volvió a sentarse, cruzó los brazos y estiró los pies haciendo visibles las botas.

Mientras, Alejo había regresado a su sitio, esperó unos segundos y puso en marcha la segunda parte de su plan.

-¡Vaya manera de hablar! ¡Anda que si se entera el páter! – Me miró al decirlo y lo hizo en un tono de voz suficiente para que todos lo oyeran, incluido el sargento.

Dio en el clavo, el sargento se dio por aludido y dio por hecho que el páter sabría lo que había soltado, que no le gustaría y que su influencia llegaba a todas las alturas. Se acercó hasta la mesa donde alineábamos las piezas de la pistola por el orden en que serían montadas. Las examinó,  me hizo una observación que no entendí por lo que me encogí de hombros, volvió a la carga mostrándose solícito lo que nunca hacía ni lo esperaba. De pronto caí en la cuenta: temía que yo contase al páter su forma de hablar tan irreverente. Lo ignoré, siguió merodeando cerca y levanté la mano, cuando se acercó me la llevé a la cabeza y así varias veces: no me gustaba hacerlo sufrir pero se lo merecía.

Se aburrió de intentarlo conmigo y, considerando que Alejo era mucho más peligroso, terminó dirigiéndose a él como el que no quiere la cosa.

-Puedes marcharte.

No se lo hizo repetir, se dirigió a la puerta y, al abrirla, se volvió para decir:

-Tengo retortijones, mi sargento, pasaré el resto de la clase en el retrete.

Otros lo intentaron pero la autoridad estaba ya sobre aviso.

Cada soldado tenía una especialidad. Estaba el que se alejaba del grupo que realizaba una faena pesada y reaparecía una vez acabada sin que lo echasen de menos; el que se eternizaba en un trabajo que se hacía sentado o tumbado como el mecánico que echa la siesta bajo el vehículo en reparación; el que nunca empieza un trabajo porque va y viene en busca de alguna herramienta que falta; el que se presta a hacer mandados tomándose su tiempo, caso del «machaca» de la guardia que merece un capítulo aparte; el que se ofrece para «trabajar» en lugares fuera de la vista de curiosos apañándoselas para que nadie pregunte por él y que no reparen en él durante los escasos minutos que se digna a mezclarse con el resto de mortales. El sumo del escaqueo, nivel al que muy pocos virtuosos llegaban, era escaquearse consiguiendo previamente el permiso. Por ejemplo:

-Mi sargento, me ha dicho el teniente que fuera a verlo.

-¿Para qué? – intentaba asegurarse.

-No sé, me ha dicho que me llevase los apechusques.

-¿Cómo es que no me ha dicho nada?

-Eso ya se lo pregunta a él.

Aquí venía la concesión del permiso. Había que  contar con que el sargento no iba a ponerse en contacto con el teniente para comprobarlo, un riesgo que había que estar dispuesto a asumir.

Nunca revelaban su secreto, su técnica, salvo Alejo. Éste lo hacía a plena luz y con testigos asombrados, hacía del escaqueo un arte arriesgando mucho; era descarado e irreverente, se diría que buscaba consecuencias y era tal la insolencia que nadie se explicaba cómo salía indemne. Claro que contaba con la ventaja de situarse bajo la protección del capitán de la tercera, el capitán  a quien, por alguna extraña razón, había llegado a caerle bien, incluso si lo mandaba al calabozo cuando no le quedaba más remedio.

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