Mili una historia. Capítulo 47. El machaca

Éste era un personaje instituido popularmente y aceptado oficiosamente. En cuanto al nombre «machaca» he oído toda clase de versiones poco fiables respecto a su significado y origen que eran las que se le aplicaban entonces; la que tiene en el diccionario es la de «soldado que actúa bajo las órdenes de un sargento u otro suboficial» que se ajusta a la función que realizaba pero que se extendía al resto de la guardia.

Es un soldado más de la guardia que acepta ser el recadero de todos  a cambio de reducir el número de puestos que le corresponden.

Está al servicio de los demás, acepta estoicamente las bromas pero se lo cobra evitándose pasar frío o interrumpir su sueño. Además no para y va de un sitio a otro evitando aburrirse en el cuerpo de guardia. Personalmente prefería hacer los puestos que me correspondían y nunca me ofrecía para machaca. Tampoco es que hiciera falta pues candidatos no faltaban e incluso fui testigo de acaloradas discusiones para hacerse con el cargo

Alejo no fue nunca discutido a la hora de ejercer de machaca. Por tal de salir y recorrerse el cuartel de aquí para allá hacía de criado de todos y lo que hiciese falta; sabía que el mejor atendido había de ser siempre el oficial de guardia y, aunque no se lo solicitase, Alejo estaba atento a lo que pudiese necesitar.

Por la noche era más difícil obtener lo que le pedían por estar la cantina cerrada, siendo de aquí de donde salía la mayoría de los pedidos. Pero Alejo se las arreglaba, se ponía de acuerdo con el encargado de la cantina para disponer de cigarrillos y bocadillos. Lo demás era más fácil, «estaba chupado» decía él.

Procuraba granjearse la amistad del sargento de cocina, fuese quien fuese pues se iban turnando. Mantenía tan buena relación que le permitían utilizar un fuego y una sartén para hacer bocadillos calientes y una cafetera para surtir de café a todo el mundo; esto era lo más apetecible y lo que todos agradecían: un café caliente. Y no sólo lo agradecían, lo pagaban como si viniera de la cantina. Por todo esto Alejo no sólo no era discutido como machaca sino que era requerido como tal.

En cuanto al pago siempre lo exigía por adelantado y había que dárselo junto a una nota escrita con el pedido para evitar el «yo te dije…». Él nunca se pillaba los dedos. Incluso daba las vueltas conjuntas y allá se las arreglaran ellos con recuperar la parte correspondiente.

De las bromas no se libraba pero había bromas y bromas, las que tenían gracia y las pesadas, planeadas para hacer daño o humillar. Éstas no las soportaba y, aunque no abría la boca , las anotaba en la memoria y las devolvía en cuanto le era posible.

Cierta noche, un soldado tan grande como su estupidez lo puso en un brete. Lo llamó con un tono de voz que pedía la atención de todos y que anunciaba su mala intención.

-¿Tú eres el machaca?

Alejo asintió.

-Limpia mis botas, están hechas un asco.

Alejo calibró su respuesta sabiendo que no podía ser desproporcionada. Enfrentarse con aquel tipo tan grande y tan estúpido no era aconsejable: era demasiado grande y estaban muy cerca del oficial.

-No tengo cepillo ni betún – dijo intentando salir de aquella situación tan novedosa como sorprendente.

-No debe ser un problema para ti que lo consigues todo. Ve y demuéstralo. Te espero. – Seguía hablando en voz muy alta atrayendo la atención y la presencia de todos. El oficial intuyó que algo pasaba pero esperó acontecimientos antes de intervenir.

El soldado extendió las piernas y apoyó  los pies sobre una mesita baja donde se acumulaban revistas, tebeos y libros. Hizo un gesto con la mano derecha despidiéndolo.

Alejo ya tenía en mente la segunda parte, la que le permitiría salir de aquel embrollo con dignidad. Buscó en su taquilla el cepillo, el betún y la bayeta; volvió presuroso y, ante todos, limpió las botas con esmero hasta que quedaron brillantes. El grandullón, satisfecho, le lanzó una moneda como propina que Alejo atrapó en el aire y aceptó con una sonrisa y un gracias.

A lo largo de la noche urdió su plan; tenía los contactos necesarios para llevarlo a cabo ya que cumplía a rajatabla lo de que «hay que tener amigos hasta en el infierno».

Cómo lo hizo nunca lo dijo porque nunca reconoció haber participado en aquello aunque todos supieran que tenía motivos sobrados.

El caso es que cuando el de las botas brillantes despertó al toque de diana, fue a ponérselas para presentarse en el izado de bandera. Pero las botas no estaban y nadie supo darle norte de su paradero. Tuvo que comparecer allí sin calzar; el oficial lo captó enseguida, miró los pies descalzos y, si no hubiese sido por la solemnidad del acto, no se hubiese contenido.

La bandera era izada lentamente. Cuando llegó arriba del palo pudo descubrirse el destino de las botas que brillaban con los primeros rayos de sol. Todos los presentes no pudieron reprimir unas risas excepto el oficial cuyos ojos querían salírsele de las órbitas.

Terminó en el calabozo con las botas bien limpias.

Durante un tiempo los machacas fueron respetados aunque sólo fuera por el peligro que suponían. Alejo agrandó aún más su leyenda aunque tuvo mucho cuidado en atribuirse la hazaña.

 

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