Mili una historia. Capítulo 48. Ite missa est

«Ite missa est». Así terminaba el páter cada misa que oficiaba en la capilla todos los domingos. Y no es que la celebrara en latín sino que hacía esa concesión al idioma que fue de la iglesia durante tantos siglos. Cuando todos se quedaban parados en el sitio, satisfecho por la confusión creada, decía el conocido y actual «podéis ir en paz».

Salvo alguna extraordinaria, la del domingo era la única misa que el pater decía en el cuartel. A mí me tocaba ayudarle y por eso algunos me llamaban el acólito. No me hacía ninguna gracia mas no dejaba que se me notara, o eso creía yo.

Era el encargado de abrir y cerrar la capilla, un espacio cerrado al exterior, con ventanales en arco simulados, con vidrieras de llamativos colores y luz artificial. La sacristía tenía un mueble alto con numerosos cajones donde se guardaban las casullas. Disponía de una chuleta para saber cuál correspondía a cada domingo. El páter se vestía él solo y decía la misa en un santiamén; yo hacía la primera lectura y ahí acababa mi colaboración. Tampoco pronunciaba ningún sermón; esto y la brevedad hacía que acudiesen más feligreses de lo que cabía esperar.

Antes de irse me preguntaba sobre la biblioteca y, a veces, sabiendo que venía de Almería, hacía referencia al campamento de Viator, «San Viátor» decía él, con el santo y llana. Yo lo corregía a sabiendas de no obtener resultado. Había estado allí y guardaba un grato recuerdo. Sin hacer caso a la corrección fonética se despedía hasta el próximo domingo.

Nunca usaba sotana, vestía siempre de paisano, con un traje y camisa grises y el alzacuellos blanco, era de escasa estatura y calvicie pronunciada, entrado en carnes y de sonrisa permanente. Si algo lo distinguía era la prisa que siempre llevaba: para andar, hablar o dar la bendición. Nunca se le vio dar órdenes al estilo del cuartel y sin embargo era respetado. Los únicos eventos culturales los organizaba él, ya fuesen literarios, musicales o deportivos, delegando siempre en soldados cualificados a los que les bastaba mencionar al páter para conseguir lo necesario.

Un domingo, un soldado vino a la sacristía antes de la misa.

-¿Tú eres el acólito? – Lo miré, no me sonaba su cara y deduje que era novato. Puse cara de póquer y esperé a ver qué quería.

-Necesito confesarme.

No me hizo falta cambiar la pose. El páter irrumpió con decisión y empezó a vestirse, terminó colgándose la estola y dijo:

-¿Tienes algo que contarme, hijo?

No me pilló de sorpresa, salí de allí, con la misma ligereza que él gastaba, dejándolos solos. Estoy seguro de que la paciencia del cura se puso a prueba ese día pues la confesión duró más que la propia misa, al término de la cual no salió disparado como otras veces, pasó a la capilla haciendo un gesto con la mano para que le siguiera y otro para que me sentase junto a él.

-¿Sabe usted lo que es el secreto de confesión?

La tomé como una pregunta retórica, guardé silencio y esperé sabiendo a qué iba a referirse.

-Es probable que este soldado le pida ayuda.

-Entiendo – respondí y callé la pregunta que me dictaba la curiosidad.

Cuando cerraba las puertas de la capilla vi acercarse por el pasillo al soldado de marras.

-Escucha, – empecé antes de que llegara – ahora tengo prisa. Si tienes algo que decir tendrás que hacerlo rápido.

-Necesito que me ayudes a escribir una carta, que la corrijas al menos.

Recordé lo que acababa de decir el páter y no pude negarme, a pesar de que me esperaba Oviedo.

Ya en la biblioteca sacó del bolsillo varios folios doblados y un bolígrafo, se sentó en un puesto de lectura y escribió con decisión, como siguiendo un borrador de la memoria. Diez minutos le bastaron, firmó la carta y la acercó a mi mesa. No hacía falta corregirla, la ortografía y la sintaxis eran correctas. Se trataba de una confesión, probablemente la misma que había escuchado el páter.

-¿Qué haces aquí? – pregunté tras una rápida lectura.

-Mejor aquí que en el pueblo. Allí hasta mis padres se avergüenzan y mis amigos se burlan, me ofenden y me desprecian.

-¿Por qué necesitas hacerlo saber ahora? ¿Lo has pensado bien?

-Algunos ya lo saben, todos los que son como yo.

-Los demás no te entenderían, como pasó en el pueblo. Es mejor que lo sigas manteniendo en secreto.

-¿Eso me aconsejas? – preguntó y se mostró decepcionado.

-Sí. Todavía no es el momento y mucho menos es el lugar. – le dije convencido.

Cogió los folios de la mesa, los metió en el bolsillo del pantalón y salió sin despedirse.

Más tarde supe que había colgado los folios en el tablón de su compañía. Fue un bombazo, no hizo falta que Radio Macuto lo difundiese, se convirtió en el único tema de conversación y la conclusión fue que a este soldado el valor no se le suponía porque ya lo había demostrado. Había que tener valor para manifestar la condición sexual cuando no coincidía con la de todos los recios soldados que podrían verse amenazados a partir de ahora por estar llenos de prejuicios.

Desapareció, esa misma noche no durmió en su compañía y la carta fue descolgada para ir a la papelera en pedacitos de un rompecabezas imposible de ordenar.

Se trataba de un tema tabú rodeado de hipocresía, aún se necesitarían décadas y muchos soldados con valor para recuperar los trozos  y hacerlos visibles.

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