Mili una historia. Capítulo 7. Una estrella

                                                                                    

En teórica se hablaba de los grados en el ejército de tierra. Había que conocer todo el escalafón militar.

Antes de nada se aseguraron de ponernos en nuestro lugar que resultó estar fuera del escalafón. Éramos reclutas y no subiríamos al primer peldaño hasta jurar bandera. Si se cumplía la premonición del sargento jamás entraríamos en ninguna categoría.

Esto también lo aprendimos a base de repeticiones: soldado, soldado de primera, cabo y cabo primero formaban la tropa, lo máximo a lo que podíamos aspirar. Después los suboficiales, los oficiales, los jefes  y los generales.

El profesor alférez seguía haciendo preguntas para ponernos en un brete, siempre empeñado en preguntar al que no lo sabía o al que estaba nervioso, nos decía que no prestábamos atención y nos trataba de imbéciles. Y vuelta a empezar hasta que alguien respondía a la pregunta sin dudar. Buscaba otra presa, oía la respuesta peregrina y se le hinchaban las venas del cuello.

Cuando dominábamos el nombre y la situación que ocupaba en su grupo había que relacionarlo con la divisa. En ésas estábamos cuando el alférez tuvo la ocurrencia de dirigir una pregunta a Alejo a pesar de todos los encontronazos y correspondientes arrestos. No olvidemos que era profesor y le dolía perder un alumno. El recluta había estado comedido hasta entonces y nos temíamos lo peor.

-¿Cuál es mi grado?

-Usted es oficial, más concretamente alférez.

No salíamos de nuestro asombro. El alférez fue el primero en sorprenderse pero aquella tarde tenía ganas de batalla. Alejo miraba adelante, ajeno al desconcierto que su respuesta provocaba. El alférez vino a colocarse frente a frente, se tomó su tiempo y  probó con otra pregunta.

-¿Cuál es mi divisa?

Alejo sonrió al oírla y tardó en responder.

-Está a la vista, mi alférez. Me hace unas preguntas…

Nos echamos las manos a la cabeza. Genio y figura, me dije y lamenté que el alférez no lo hubiera dejado en la primera. Veía a mi amigo muy seguro y al alférez muy nervioso.

-Si está a la vista dime qué ves.

-Una estrella, mi alférez.

-¿Sólo eso?

-Sí. ¿Qué más quiere?

Tenía la esperanza de que el alférez lo dejara como un caso perdido pero el profesor estaba ahora en el ejército y había olvidado el sentido del humor y adquirido el miedo a perder la autoridad.

-¿Cómo es la estrella? – preguntó con mucha calma. El silencio era absoluto y la expectación grande. Me volví, busqué su mirada y desplegué los dedos de una mano y uno de la otra. Pero se encogió de hombros, o no entendía nada o quería liarla.

-Es pequeña – fue su respuesta. Daban ganas de matarlo. El alférez explotó.

-Escucha, idiota. ¿Sabes contar? – Tenía el cuerpo inclinado hacia adelante y los brazos hacia atrás con los puños cerrados.

Me volví de nuevo con los seis dedos a la vista.

-Seis, mi alférez, una estrella de seis puntas.

Respiramos aliviados, mas el alférez no tenía bastante. Se puso tras él y esperó un buen rato a que el gracioso reaccionara; en vano porque no se movió y no se mostró nervioso. Poco a poco se giró en la silla y dijo  mirando con descaro:

-No lo olvidaré jamás, una estrella de seis puntas es la divisa del alférez.

-De modo que hasta ahora me has estado tomando el pelo.

-Pido disculpas, mi alférez. No entendí la pregunta, se lo juro. Me lo sé todo. Hágame otra, por favor.

-Siéntate. – El alférez dio por terminado el interrogatorio. Sacó un caramelo de uno de los bolsillos del pantalón, quitó el envoltorio e hizo con él una bolita. A distancia la lanzó a la papelera, la falta de peso hizo que no llegara y cayera al suelo.

Alejo se levantó y se dirigió a donde había caído, la cogió y la depositó en la papelera asegurándose de que quedaba allí. Convencido, se dio la vuelta para dirigirse a la silla sin mirar a nadie.

Pensé que el alférez podía tomarlo como una provocación. Mas aquel día ya había tenido bastante, hizo una seña al cabo y se apartó a un lado para entretenerse con el caramelo.

La clase continuó, ahora las preguntas las hacía el cabo y las dirigía a quien sabía que iba a responder con corrección. Todo acabó bien pero si antes estaba fichado, Alejo estaba ahora enfilado.

Después nos contó que no había entendido la pregunta porque estaba distraído. Yo no lo creí.

En el patio, durante esos escasos minutos que nos dejaban para ir de un sitio a otro, de una actividad a otra, a solas con él, indagué por qué sonrió cuando oyó la pregunta.

-Fue por la palabra «divisa». Yo la relaciono con los toros y me imaginé al alférez saliendo a la plaza con la divisa en el cuello. Le di la vuelta a la pregunta y me la hice así: «¿A qué ganadería pertenezco?

-Pero llevábamos toda la mañana oyendo la palabra.

-Yo no. Estaba distraído.

-No me lo creo.

-Si me hubiera preguntado por otro grado me habría pillado, me habría quedado mudo; pero fue a preguntarme por lo evidente, por lo que tenía delante. Por eso respondí así, por eso y porque me toma por idiota.

-Y tú le das la razón.

-Para no llevarle la contraria.

Comenzaba la instrucción. En fila por altura. El sargento había tomado el relevo. A ver como se le daba.

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