Mili una historia. Capítulo 9. CETME

 

                                                                    

En las clases de teórica pasamos al conocimiento del vocabulario militar. Nos sorprendimos al saber que el tanque era un carro de combate, el bazooka un lanzagranadas, la metralleta una ametralladora y el CETME un fusil de asalto. Algunas de esas palabras que habíamos leído en los tebeos de hazañas bélicas quedaron arrinconadas desde ese momento.

En estas clases el alférez se lució, el vocabulario era extenso pero lo mejor eran las definiciones y explicaciones sobre el origen y el significado de muchos términos que habían pasado a ser utilizados en el habla cotidiana, como bagaje, baluarte, taquilla, abanderado, ascenso, llamamiento, militancia… Veía que el alférez disfrutaba en aquellas clases pero no todos veían el interés que suscitaba ni valoraban el esfuerzo de este hombre para aportar algo que, a su juicio, pudiera ser interesante e incluso divertido. Desde luego no dejó de intentarlo pero, al final, le quedó muy claro que no había alcanzado el objetivo.

Aprendimos que CETME es el acrónimo de Centro de Estudios Técnicos de Materiales Especiales. Tenía fama de ser un fusil de asalto apreciado por su precisión y dureza. Debíamos conocerlo porque lo llevaríamos encima continuamente y empezaríamos a hacerlo en las próximas sesiones de instrucción y a conocer el nombre de cada una de sus partes así como su función.

Así fue, antes de empezar la instrucción ensayábamos las nuevas órdenes para presentar o llevar sobre el hombro. Fácil hacerlo y difícil hacerlo todos al mismo tiempo.

Otra vez repetíamos como papagayos, era el único método de aprendizaje que empleaban. Éste y el de preguntar siempre a los que aprendían con más dificultad; de este modo no los dejaban relajarse pero la mayoría no cesaba de bostezar. El aburrimiento llegaba a ser tal que preferíamos estar entre la nieve. Odiábamos al profesor alférez que, desde el incidente con Alejo, había atemperado el carácter sin olvidar su cometido. Cuando se ausentaba y lo dejaba en manos del cabo se conseguía más y más rápido; el cabo era más permisivo con el error e igual de riguroso, el cabo era maestro y se notaba.

Las palas quitanieves habían despejado una superficie del patio que permitiera continuar con la instrucción y allí nos tenías con el cetme al hombro, el uno dos, izquierda derecha machacón al que se habían añadido el presenten armas, sobre el hombro armas y media vuelta, amén de las archipresentes firmes y descansen. Divididos en pelotones a los mandos de un cabo todo funcionaba. Cuando se juntaba toda la compañía a los mandos del sargento nada funcionaba. Se trataba de hacerlo todo al unísono. Nada más. Me daba lástima el sargento, llegué a admirarlo; estaba permanentemente cabreado y, sin embargo, no gritaba ni humillaba a nadie, no paraba de mascullar improperios pero no los dirigía a nadie en concreto.

-Va bien, va bien – decía satisfecho y esperanzado – ¡Alto, ar!

Y ahí llegaba el caos. Uno paraba en el momento justo, otro un paso después y otro atropellaba al de delante. Afloraban las risas que arreciaban al ver al sargento frotarse la cara con las manos y mirar al cielo solicitando ayuda; se acercaba moviendo los labios y sin  articular palabra, nos miraba a todos con ojos ensangrentados en los que había furia y súplica.

-Otra vez, otra vez. A cubrirse ar. Firmes ar. Sobre el hombro armas. De frente ar.

Conocíamos la manera de cambiar el paso cuando lo llevábamos cambiado. Otra cosa era reconocer que se llevaba cambiado y no pensar que los demás, todos, lo habían perdido. Como el del chiste. Pero aquí no lo era ni tenía gracia. Aquí hacía frío, mucho. Y se sentía en las manos, sobre todo en aquella que portaba el arma. ¿Guantes? Ni pensar en ellos. Cuando parábamos para oír lo que pensaban de nosotros, «inútiles del todo», el frío se hacía sentir en todo el cuerpo. Ponernos otra vez en marcha era una bendición.

Había que alinearse con el de delante y también con el de al lado, mover los pies y el brazo libre al mismo tiempo y, lo que estaba resultando más difícil, pararse en dos tiempos todos sin excepción.

-Ocúpese usted, cabo. Por favor.

-Sí, mi sargento.

Encendía un cigarrillo y nos daba la espalda. No quería vernos durante un rato, quería pensar que lo hacíamos bien, esperaba que cuando se volviese nos moviéramos con soltura y confianza. Acababa el cigarrillo, lo aplastaba con la bota y, suspirando, se volvía a mirar la cruda realidad.

Nosotros no podíamos vernos en conjunto. Individualmente yo pensaba que lo hacíamos bien pero que nos hacían repetir porque en eso consistía la instrucción. Otros decían que repetir nos llevaba a no pensar, a actuar por pura inercia.

¿Qué pensaba el sargento, el único juez válido? Pues que estábamos muy lejos de lograrlo.

La voz del cabo era más potente, hacía más larga la orden preventiva e inmediatamente soltaba la ejecutiva. Nos adaptábamos mejor y cometíamos menos errores. El sargento tomó buena nota y consiguió reducir los enfados. Me alegré por él.

De ahí a la ducha. En el túnel, rodeado de blanco níveo, había que aprovechar los pocos minutos que duraba el agua caliente, liarse en una toalla y salir disparado hacia la compañía antes de quedar como un pajarico. La ducha era una liberación, el preámbulo entre el aburrimiento opresivo y las horas que nos regalaban antes de regresar con nuestro querido alférez y sus clases tan amenas.

 

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