Andaba siempre el escritor en busca de la palabra inspiradora, de aquella que, incluida en su próxima historia, resultara ser la clave.
A veces se presentaba sola y tocaba a la puerta de su mente siempre abierta. Otras la buscaba en charadas, especie de juegos de adivinar palabras a los que gustaba enfrentarse.
Esta fue su decimotercera charada, su decimotercera palabra y su decimotercera historia:
Nació en el 2ª4ª de una familia tocada por la mala suerte. Con este origen quedó trazado su 3ª4ª y dibujado con tintes oscuros. 3ª alguien 2ª lo hubiera dicho 4ª lo habría creído. Pero llegar a serlo fue tan fácil… No dudó 1ª la hora de sacrificar 1ª su primera víctima. Las otras terminaron por confirmar su condición de 1ª2ª3ª4ª. 1ª3ª, como tal, anduvo el camino.
Desde su lugar de trabajo disfrutaba de un paisaje verde y vasto. Las palmeras destacaban por su altura, hacía tiempo que no las habían podado ni cepillado su tronco por lo que, al ser tantas y estar descuidadas, daban al entorno un aspecto de abandono.
Acabado el horario laboral se adentraba en el sitio y paseaba hasta casa. Disfrutaba de aquella naturaleza salvaje y cercana. Los olores y la visión de animales, así como la mezcolanza de colores, lo transportaban lejos de la mesa llena de papeles recién abandonada.
A pesar de disfrutar de aquel ambiente a diario no podía dejar de sentir, al mismo tiempo, el peligro real que suponía andar por el lugar. Nunca llevaba encima cosa de valor pero dejaba a la vista un cuchillo largo con el mango de concha. Hasta ahora nadie se le había acercado pero él no había dejado de tomar las precauciones.
Era raro encontrarse con alguien y por eso mismo pensaba mal de cualquiera que andara por allí. «Lo mismo pensarán de mí», se decía.
Dos tipos malencarados, con ropa vieja y sombreros que tapaban a la mitad su cara, se le acercaron viniéndole por la espalda. Cesó en su andar y se volvió para quedar frente a ellos, esperó a que llegaran y les espetó:
-¿Qué se les ofrece, señores? – Y echó mano a la faca.
-A nosotros nada de usted – respondió el más alto.
-¿Acaso este camino es en exclusiva de su propiedad? – preguntó el segundo al que le distinguía un mostacho encanecido.
-Claro que no. Y como yo no llevo prisa les invito a precederme.
Pasaron por delante de él sin mirarlo y siguieron andando.
Ocuparon un banco a unos metros del lugar donde se habían encontrado. Al verlos reaccionó abandonando el camino y yendo a esconderse tras una de las palmeras desde donde podía espiarlos. Los vio desconcertados, mirando al camino incrédulos. No lo estarían mucho más tiempo, se había desplazado en silencio, todo lo que permitía la hojarasca, hasta colocarse al alcance, saltó hacia ellos y actuó con la rapidez suficiente para sorprender a los dos. Uno quedó con el cuchillo en la base del cráneo y el otro estaba siendo estrangulado.
Extrajo el cuchillo y limpió la hoja en la ropa del desconocido al que acababa de matar, recuperó también la fina cuerda y, al hacerlo, empezó a manar la sangre del cuello.
Siguió andando fuera del camino, en paralelo a él. Llegó a casa más tarde de lo habitual, su vecina controlaba por la mirilla sus entradas y salidas, lo tendría en cuenta. Lavó el cuchillo minuciosamente, metió la cuerda, las ropas y los zapatos en bolsas de basura. Con ellas bajó para depositarlas en el contenedor, no se preocupó del espionaje al que, seguro, estaba siendo sometido por su vecina.
A la vuelta, salió del ascensor, se dirigió resuelto hasta la puerta de la cotilla e hizo sonar el timbre. Ante el silencio, esperó a que se apagara la luz del rellano y apretó el botón del timbre sin aflojar la presión.
-¿Quién es? – se oyó una voz retirada de la puerta.
No aflojó la presión, encendió la luz y se apartó del ángulo de visión de la mirilla.
-Voy a llamar a la policía – amenazó la vecina.
Se apagó la luz y el timbre dejó de sonar. La vecina tuvo el arrojo de abrir la puerta lentamente y sacar la cabeza para mirar a ambos lados. Pero la luz de la casa no era suficiente para alumbrar el pasillo y no pudo ver de donde venía la bolsa que le atrapó la cabeza y la cuerda que la maniató.
Varios días después los vecinos llamaron a la policía. El cadáver estaba en descomposición, parecía que la mujer había muerto en su cama plácidamente dormida. La autopsia reveló que había muerto por asfixia y las señales en las muñecas hacían pensar que había sido asesinada.
Los vecinos fueron interrogados. Con él se entrevistaron en el trabajo. Les dijo lo que ya habían declarado el resto de inquilinos y que, a pesar de vivir en el mismo rellano, no tenía relación alguna con ella. Se olvidó de todo para concentrarse en el trabajo.
Perdió la costumbre de volver a casa por el camino del parque. Ni en la prensa ni en la tele había aparecido noticia alguna de las tres muertes en un mismo día. No le gustaba dejar de disfrutar de todas las sensaciones que le deparaban aquel paraje sombrío pero decidió esperar un tiempo prudencial.
Pasado un mes volvió a las andadas. Cuando llegaba al banco se sentaba y fumaba un cigarrillo, con disimulo intentaba descubrir alguna señal de sangre o de otro tipo; seguía dándole vueltas al hecho de no haber sido noticia ninguna de las muertes que a él le habían servido para llenar el vacío que no había sabido llenar antes: no tenía hijos ni amigos, tampoco los compañeros de trabajo mantenían una relación más allá del saludo obligado que, si podía, ignoraba. Hacía las comidas en casa, la compra semanal la efectuaba a través de internet y se la llevaban a casa. No salía más que para ir al trabajo y, de allí, a casa.
Ahora se encontraba ante un desafío, el de seguir la trayectoria iniciada, la que en su inicio lo había llevado a sentirse seguro y capaz de abordar cualquier empresa, a salir a la calle, ir al cine, entrar en los bares…
¿Hasta cuándo le duraría? Temía ser atrapado por la policía pero eso mismo le incitaba a buscar el riesgo. Mientras tanto llegaba la oportunidad, una nueva oportunidad de matar, de tomar la decisión, de actuar con rapidez, de respirar hondo y abandonar la escena con una sonrisa, seguía visitando el banco donde había desarrollado la acción que durante años había soñado y por fin llevó a cabo de manera brillante. Se sentaba y fumaba, era el mejor momento del día, allí revivía todo lo sucedido aquella tarde cada vez más lejana.
Una nueva ocasión se le presentó al encontrar en «su» banco un hombre con sombrero y abrigo. El primero lo llevaba calado hasta las cejas y el segundo, a pesar de que la tarde era benigna en temperatura, lo llevaba abrochado y con las solapas desplegadas hacia arriba. Echó mano a las cachas del cuchillo pero lo pensó mejor, saludó mientras se sentaba, al no recibir respuesta sacó el paquete y ofreció un cigarrillo, su compañero de banco no movió ni un dedo, encendió el pitillo y guardó su «zippo», se arrellanó y extendió las piernas.
Fumó con lentitud, el pitillo se apagó y hubo de encenderlo varias veces; llegado al filtro lo arrojó al suelo y lo pisó al tiempo que se levantaba. La inmovilidad del hombre seguía siendo total, se puso delante de él y nada, sacó el cuchillo y tampoco hubo reacción. Empezó a pensar que estaba muerto, alargó la mano para tocarlo en el hombro y fue lo último que hizo con ella. La vio caer al suelo, había sido cortada de un tajo, miró el muñón del que manaba sangre y quiso taponarla .
Vio al hombre, ahora de pie y sin el sombrero que descansaba en el asiento. Salió del letargo producido por la sorpresa y se abalanzó hacia él llevando por delante el cuchillo. No llegó a su objetivo, esta vez el hacha fue a impactar en la hoja haciendo que dejase caer su arma. No podía hacer más, se consideró a merced de aquel extraño que mantenía la indolencia con la que había actuado desde el principio.
Se lamentó por haberse confiado, por haber actuado con tal relajación, por haber vuelto una y otra vez al lugar del crimen que tanto le atraía.
Reprochándose tantos errores llegó al hospital. El extraño había desaparecido del lugar sin hacer oír su voz y tras calarse el sombrero caído. Un policía de paisano vino a la habitación donde lo habían llevado tras ser atendido en urgencias.
Explicó que había sido atacado en el parque y que no sabía de quien se trataba.
-¿Y el cuchillo? – oyó que le preguntaba.
-¿Qué cuchillo? – preguntó a su vez alarmado.
-Éste – le mostró.
Lo reconoció enseguida, no supo qué decir pero no abrió la boca, repasó lo ocurrido y buscó qué podían imputarle a él; «sólo tenencia de arma» pensó.
-Venía entre sus ropas, así como la mano que le ha sido reinsertada.
No recordaba haber recogido del suelo ni la mano ni el arma. En su cabeza daban vueltas mil preguntas, decidió no hablar por miedo a meter la pata, si no tenía claro qué había pasado no podía decir la verdad pero tampoco mentir. Deseaba que el poli siguiera hablando para desliar la maraña de incertidumbre.
-Mientras estaba en quirófano lo ha contado todo – aseguró el agente ante su silencio.
-¿Todo? – se mostraba incrédulo y volvió a poner al silencio como escudo.
-Lo de la tarde de ayer y los tres asesinatos que usted llevó a cabo anteriormente.
-¿Qué?
-¿No lo recuerda?
-No pude haber dicho eso.
-Pues lo contó con detalle.
-No es posible – más que para el otro lo dijo para sí.
-Lo tenemos grabado.
-No es posible – repitió.
-Escuche, – dijo el policía levantándose – mañana vendré con un abogado de oficio que actuará en su defensa y le aconsejará mientras le tomamos declaración. Usted puede llamar a su propio abogado. Estaremos aquí a las nueve. Un policía vigilará en la puerta para que nadie entre ni salga de esta habitación, excepto el personal del hospital.
Al tiempo que salía entraba el médico que lo había operado. Aprovechó para confirmar lo que acababa de asegurar el agente.
-¿Es cierto que estuve hablando durante la operación?
-No exactamente, lo hizo antes de ser anestesiado. ¿Pero no le importa más su mano?
-¿De qué hablé? ¿Cómo es posible que no lo recuerde?
-No puedo hablar de eso, estoy aquí para comprobar la evolución de la operación. Fue muy complicada, ¿sabe?
Estaba solo, como siempre, nadie podía ayudarle para saber qué había de cierto en todo aquello. ¿Un abogado? No conocía ninguno ni podía confiar en nadie. Esperaría a oír las grabaciones y decidiría. Se tranquilizó y cuando vino la enfermera preguntó por lo que más debía preocuparle de momento: su mano.
Fueron puntuales, a las nueve entraron allí tres personas: el policía al que ya conocía, su compañero y el que dijo ser su abogado. Traían una grabadora.
-Quiero saber de qué se me acusa y en qué se basan las acusaciones – dijo antes de que ellos asumiesen la dirección.
-Del asesinato de tres personas del que se confesó autor y cuya confesión está grabada.
-Si la confesión se produjo yo no la recuerdo, si se hizo estando yo inconsciente no tiene validez. – Dirigió la vista al abogado que la rehuyó y guardó silencio.
-El juez ha aceptado la grabación como prueba de la acusación y, de momento, no puede mostrarse a nadie.
-¿Tampoco a mi abogado?
-No hasta que usted nombre a uno o acepte al de oficio.
-Mientras tanto no haré más declaraciones.
-¿Sabe que esta decisión que ha tomado no le beneficia? Suele ser la de los que se sienten culpables y hace mucho más difícil llegar a acuerdos.
-¿Usted, mi abogado, me da por culpable y me aconseja que negocie? Sepa que no me siento culpable en absoluto, no tengo por qué.
-¿Sabe que hemos detenido a su agresor? – lo interrumpió el policía que llevaba la grabadora – ¿Quiere saber la versión que nos dio?
-Sí, cuénteme por favor.
-Usted intentó matarlo sin motivo alguno.
-¿Qué lesiones tiene él?
-¿Qué importa eso?
-Si lo ataqué debe tener algún daño. Diga, ¿lo tiene?
-No – reconoció el policía.
-Y me acusa a mí que llegué aquí desangrándome y sin mano.
-Se limitó a defenderse.
-Eso es lo que él dice
-Sí. Y coincide con su confesión.
-¿Cómo se produjo esa confesión?
-Aparentemente estaba usted inconsciente.
-¿Hizo que la operación se retrasase para hacer la grabación?
-Eso no tiene nada que ver.
-Ya lo creo que sí. Ustedes no tienen nada contra mí. Les aconsejo que detengan a mi agresor pues, cuando salga de aquí, pondré una denuncia.
-¿Contra quién? Usted declaró que no sabía quién era, que no le vio el rostro y que no importaba a sus propósitos.
-Pero usted sí sabe quien es, lo tiene identificado y sabe lo que hizo y con qué resultado – dijo mirando a su mano izquierda.
-Haremos valer la prueba que tenemos y la denuncia de quien iba a ser su víctima, la cuarta.
-Esa prueba no prosperará.
-Lo veremos. Cuando reciba el alta será detenido. Seguirá bajo vigilancia y con la prohibición de visitas.
Aquella misma noche, con todo el hospital en silencio, dormido, recibió una a pesar de la prohibición. Estaba adormilado, bajo los efectos de los sedantes. Cuando abrió los ojos distinguió la silueta a contraluz, la única luz que entraba, procedente del pasillo, por las pequeñas ventanas de la puerta. Solo era una silueta pero no la del médico o de la enfermera. Se adivinaba un abrigo con las solapas desplegadas y un sombrero bien calado.
Se abrió el abrigo, una mano se desplegó a un lado empuñando lo que parecía ser un hacha. La otra mano fue a buscar el sombrero, lo quitó de la cabeza y lo depositó en la cama.
-¿Quién eres?
-¿No lo sabes?
-No
-Quisiste matarme, debías conocerme y tener algo contra mí.
-No sé quién eres. Excepto que me cortaste la mano.
-Conservas la vida y la mano gracias a mí. Yo te traje al hospital.
-¿Tengo que darte las gracias?
-Sí. Ibas a quitarme la vida y yo perdoné la tuya.
-¿Qué quieres ahora, a qué has venido?
-A que me des una explicación. Me la debes.
-¿Te la debo?
-Me la debes, debes explicarme por qué quisiste matarme.
-Porque estabas en mi banco y me impedías fumar con tranquilidad.
-Allí mataste a otros dos. ¿Por la misma causa?
-No, con ellos empezó la historia.
-Cuéntemela.
-Tenían toda la pinta de intentar robarme o matarme.
-¿Los mató por la pinta?
-Por si acaso. Por eso y porque quería descubrir qué se siente.
-¿Lo descubrió?
-Claro, me sentí muy bien. Tanto que decidí repetir.
-¿Conmigo?
-Antes me cargué a una chismosa, una vieja estúpida y aburrida.
-En el parque, ¿llegó a pensar que estaba muerto?
-Por eso perdí la mano; por eso y su rapidez. No tenía que haber alargado la mano ni haberme demorado fumando el cigarrillo. Quería disfrutar del momento pero lo estropeé.
Levantó el sombrero y le dio la vuelta, sacó de él una pequeña grabadora que volvió a depositar en la cama, la paró y se llevó el sombrero a la cabeza.
-¿Lo has grabado todo?
-Todo
-¡De qué te va a servir? Diré que lo hice bajo coacción. Por cierto, ¿cómo entraste aquí?, se supone que hay vigilancia.
-Eso no importa. La grabación será convincente. Sobre todo porque coincide exactamente con la otra.
-¿No has tenido que explicar por qué llevas un hacha bajo el abrigo?
-Para defenderme de asesinos como tú, así de sencillo. Pero ahora seré yo quien tome la iniciativa. Tú me diste un tiempo, el que se tarda en fumar un pitillo. Ese mismo te daré yo.
-¿Para qué?
-Para que me conozcas.
Se quitó el sombrero y el abrigo al tiempo que salía de las sombras.
-Tú eres el policía – lo reconoció al instante.
-Y también quien compartió el banco mientras fumabas.
-Sabías que iba por allí.
-Como todos los asesinos que vuelven al lugar del crimen.
-¿Por qué el sombrero y el abrigo?
-Para que me creyeras una presa fácil y te confiaras.
-Pensé que se había olvidado. En la prensa no había reseña alguna.
-Todos lo habían olvidado, pero yo no pude.
-¿No tenías otra cosa que hacer?
-A ésta le di prioridad.
No hizo más preguntas, iba a saber la razón por la que el policía había puesto tanto empeño por detenerlo.
-Además de policía, era el hijo de una chismosa, vieja, estúpida y aburrida.
-¿Y ahora?
-Ahora ya me conoces. Y se acabó el tiempo. Vas a llamar a la enfermera. Cuando llegue vas a matarla como a tus otras víctimas. Te sentirás bien, muy bien, merecerá la pena, ¿no crees? Aquí tienes tu cuchillo.
Lo colocó bajo la sábana, al alcance de su mano.
-Pulsa para llamar
Lanzó un vistazo al pulsador situado a la izquierda de la cama. El policía comprendió que tendría que hacerlo él mismo. Se acercó hasta la cama y adelantó su cuerpo para alcanzarlo. No pudo evitar que la hoja del cuchillo fuera a clavarse en su cuello, vio su brillo demasiado tarde.
La sangre salía a impulsos y se derramaba por sus ropas. Dio un paso atrás y se echó las manos al cuello en un intento de parar aquel torrente. Dejó la izquierda presionando y alcanzó el hacha con la derecha. Otra vez vio venir el arma que él mismo había proporcionado. Dio varios pasos atrás yendo a estrellarse de espaldas contra la pared. Resbaló por ella quedando sentado en el suelo. Poco después un gran cerco rojo apareció en torno.
El asesino respiraba con ansiedad, queriendo llevar a sus pulmones todo el aire que le faltaba, el que había dejado de respirar mientras todo aquello tenía lugar. Empezaba a sentirse bien mientras pensaba en ello, había logrado abatir a su cuarta víctima, la que le había costado más cara. Ahora lo tenía sentado enfrente, había cometido el mismo error que él: el exceso de confianza, creer que todo se tiene controlado, menospreciar al otro, creerlo vencido de antemano. Con esta muerte se sentía mejor que con las otras, quizás porque había peligrado la suya.
Pero aún le quedaba un cabo suelto, tenía que recuperar la grabadora que el inspector había dejado a los pies de la cama. Se incorporó con dificultad, los días que llevaba tumbado y sin moverse lo habían dejado sin fuerza, pegó su mano izquierda al cuerpo y con la derecha extendida pudo llegar hasta ella, la abrió y sacó la pequeña casete, se ayudó de los dientes para tirar de la cinta, enrollarla y luego morderla. Terminó metiendo la bola de plástico entre su ropa interior. Con torpeza, sacó los pies de la cama, se deslizó hasta el suelo, esperó para incorporarse y, tras asegurarse de que no caería al suelo por el mareo, fue hasta el servicio y arrojó la pelota al wáter, pulsó el botón para liberar el agua de la cisterna y la vio desaparecer.
De vuelta en la cama, durmió a pierna suelta y despertó despreocupado. También llegó despreocupada la enfermera, venía con una botella de suero que dejó caer al suelo, miró sus zuecos pisando una mancha roja y al tipo sentado en el suelo que la miraba con ojos saltones y la boca abierta; nunca volverían a mirarla con una admiración tan incondicional. Salió pitando pasillo adelante en busca de no sabía bien qué.
El policía entró en la habitación preguntándose qué podía haberle pasado. Después de la reacción de la enfermera, la del policía le pareció cómica, le provocó la risa, acentuada ante la indecisión. Intentó adivinar qué pasaba por su cabeza: tenía una difícil papeleta, en cierto modo era responsable de lo que allí se veía, podían pensar que había permitido la entrada, seguro que se preguntaba cuándo había entrado el inspector, quizás cuando fue a la máquina a por un café. Intentaba mantener la calma para preparar un informe creíble que empezara por el café y siguiese por… y terminase por… ¡Estaba en un brete!
Nunca supo qué dijo a sus jefes porque nunca volvió a verlo. Él lo tuvo más fácil, cargó las culpas en el policía muerto que buscaba culparlo obligándolo a matar a la enfermera.
Días después volvió a casa, pasando antes por comisaría. No había ninguna grabación, se trataba de una estrategia del policía con la colaboración del equipo médico que se limitó a negarle información.
Meses después, con la mano totalmente recuperada, volvió a su despacho para disfrutar de las vistas que lo transportaban a los momentos más emocionantes de su vida, los revivía una y otra vez deseando repetirlos.
No volvió a pisar el parque, intentando no insistir en el error que le hizo caer en las manos del policía para terminar perdiendo la suya. Se fue hasta parques más lejanos, incluso a los de otras ciudades. A veces regresaba satisfecho, otras no podía más que conocer el terreno para otro día. Todas las muertes tenían rasgos comunes: las víctimas ocupaban un banco de un parque y habían sido asesinadas por la espalda.
Pero en su cabeza se estaba formando el anhelo de mayor riesgo. Llevaba tiempo madurando una hazaña que, de salir como tenía proyectado, le procuraría unos niveles de adrenalina a los que nunca había llegado. Sabía que terminaría por lanzarse, antes incluso de tenerlo todo previsto, desoiría cualquier voz de prudencia, adelantaría el momento aunque el riesgo aumentase exponencialmente porque, en definitiva, es lo que buscaba, correr un alto riesgo para sentirse eufórico tras el desenlace.
Solía salir el primero, disfrutar de un aire que no estuviese mezclado con papel de despacho. Mas aquel día no tenía prisa, seguía anclado a su mesa mirando el verde del exterior. Para ello siempre daba la espalda a la puerta, no esperaba que nadie entrase, lo que sucedía muy raramente. Pero la visita que iba a recibir en unos momentos la había preparado con meticulosidad y, si se producía, iba a cumplir con una venganza que había querido perpetrar desde el primer día que entró a trabajar.
Ese día recibió la mayor humillación de su vida por parte de una persona que ni siquiera conocía. Después de sufrirla, de ser el hazmerreír de todos, supo que todos los nuevos pasaban la prueba demostrando su sentido del humor. Él demostró a las claras que carecía de él e identificó al culpable entre todos los partícipes. Desde entonces se había establecido en su despacho de espaldas a todos.
Ahora esperaba a la que había resultado ser una persona ambiciosa y fácilmente sobornable. Le había prometido mucho más de lo que hubiese soñado por el servicio que iba a prestar y, aunque desconfiaba por venir de la persona que siempre le había mostrado su desprecio, no tenía nada que perder.
O sí. Pero no imaginaba cuánto. La puerta estaba abierta, antes de entrar tocó con los nudillos para advertir de su presencia.
-Siéntate por favor.
Dio la vuelta a la mesa y fue a sentarse en un sofá colocado bajo la ventana. Esperó a que levantase la cabeza para hablar.
-Si lo que me dijiste es cierto…
-¿Por qué no iba a serlo?
-Bueno, es muy raro que, viniendo de ti…
-Para que me creas, aquí tienes.
Puso sobre la mesa un sobre que el otro agarró con avidez. Lo abrió para comprobar el contenido. No se paró a contar el dinero, cerró el sobre y lo metió, con rapidez, en el bolsillo interior de la chaqueta.
-Ahora te toca a ti. Cumple con tu parte.
-Por supuesto.
Se levantó y abandonó el despacho. Respiro aliviado, se llevó la mano al bolsillo para comprobar que el sobre seguía allí. Sonrió satisfecho mientras esperaba el ascensor.
Llegó a casa y escondió el dinero, le costó decidir el escondite. Se vistió para la ocasión, cogió el coche y se dirigió al lugar, el parque de las afueras; no le costó llegar, era la misma ruta que para ir al trabajo; tampoco localizar el banco, fue contándolos desde la entrada hasta el 23, inconfundible por las pintadas que había sufrido.
Se sentó en el centro, puso a su derecha el paraguas y los guantes y colocó la cartera sobre las piernas. Quedaba esperar, no se le daba bien pero estaba dispuesto a cumplir con su parte del trato. Tenía que entregar la cartera con su contenido: las operaciones realizadas por la empresa en los dos últimos años, clientes y servicios prestados. ¿Quién tendría interés por acceder a esa información? No veía dónde estaba el aliciente, eran datos que no tenían que permanecer ocultos. Eran confidenciales, sí, pero no secretos, se trataba de operaciones comerciales en las que él había intervenido.
-¿Ha traído la cartera?
Dio un respingo.
-Aquí la tengo. ¿Puedo hacer una pregunta?
-Sólo una.
-¿Por qué yo? No sé qué utilidad tienen estos documentos.
-Ponga la cartera en el suelo, a su izquierda. No se vuelva.
Lo hizo y la vio desaparecer al instante.
-¿No va a responderme?
-Estos documentos, en manos de otras compañías del sector, harán mucho daño a la empresa para la que trabaja. Todo el mundo sabrá que fue usted quien la vendió.
-Tendrán que demostrarlo.
-Ya están en su casa registrando. ¿Lo escondió bien? Pero no se preocupe, no permitiré que vaya a la cárcel.
-¿No?
En pocos segundos la venganza quedaría consumada. Esta vez no se demoraría, sacó el cuchillo y lo levantó. Sonó un disparo, el cuchillo cayó de su mano, sintió que una humedad cálida cubría su abdomen, se tocó la zona con la mano derecha y la retiró manchada de sangre. Sus pies no siguieron aguantándolo, su cuerpo se derrumbó de frente quedando extendido tras el banco.
Aquel lugar le había atraído siempre, le había convertido en un asesino, en él casi pierde una mano y es detenido por la policía. Y en este momento, al elegirlo para llevar a cabo una absurda venganza, iba a perder la vida. Levantó la vista, a duras penas distinguió las figuras de dos policías de uniforme, las luces del coche patrulla lanzaban sus colores que iban y venían intermitentes.
A ellas se sumaron las de una ambulancia recién llegada. Antes de subir a la camilla sintió curiosidad por el que iba a ser su víctima.
-¿Dónde está mi compañero?
-¿Se refiere al que iba a matar? Ha hecho su declaración y se ha marchado a casa.
Otra vez fue operado en el mismo hospital. Según el cirujano había tenido suerte, la bala había entrado y salido sin causar grandes daños.
Recibió la visita de su compañero de trabajo, no había puesto denuncia alguna. Así que podía demandar al policía que le disparó. ¡Qué disparate!
-¿A qué has venido? – quiso saber.
-Traigo tu dinero – respondió sacando el sobre abultado del bolsillo de la chaqueta.
-Es tuyo, ¿no crees?
-He recuperado la cartera con los papeles, he decidido quedármela y devolverte el dinero.
-Ése no era el trato.
-Tampoco entraba en el trato mi muerte.
No hubo respuesta, no la había para lo evidente.
-¿Por qué quisiste matarme?
-¿Por que renuncias al dinero?
-Me había metido en un asunto turbio. Tengo la oportunidad de corregirlo y pienso aprovecharla.
-¿Y tu avaricia?
-Puede más el miedo. Miedo a perder mi modo de vida.
-¿Cómo pretendes librarte de mí?
-¿Qué motivos puedes tener si recuperas tu dinero?
-Venganza.
-¿Qué te hice?
-Humillación.
-No tengo conciencia de haberte humillado. Si así fuera la venganza me parece desproporcionada.
-Pienso cumplirla.
-¿Puedo hacer algo para evitarla?
Parecía muy tranquilo, seguro de sí, no mostraba miedo. Lejos de producirle alguna duda aquello le reafirmaba en su decisión.
-Huye, escóndete. Hazlo ya, cuando estás a tiempo.
-Puedo defenderme.
-No te daré oportunidad.
-¿Quieres decir que lo harás por la espalda?
-Sí.
-Entonces te mereces todo lo que va a pasarte a partir de ahora.
-¿Qué me pasará según tú? – Llegó a soltar una carcajada, no podía creer que aquel tipo lo estuviera amenazando.
No recibió respuesta. Lo vio acercarse a la cama, recuperar el sobre con el dinero y salir cerrando la puerta con suavidad. Le pareció una forma de actuar poco usual, la del que lo tiene todo planeado para no dejarse sorprender. Ahora el sorprendido era él. No sabía qué pensar de la amenaza pero le producía inquietud. Ahora resulta que cuando se trataba de su propia vida, perderla le producía la sensación contraria a la que sentía al quitar la ajena.
Un mes después recibió el alta. Un coche vino a recogerlo. El chófer le dijo que lo había contratado la empresa. Le pareció extraño pero entró en el vehículo. Durante el recorrido el chófer permaneció en silencio, parecía seguir instrucciones.
Entró en el edificio, nadie reparaba expresamente en él, lo saludaban como si no llevara un mes faltando de allí. Llegó a su despacho; sobre la mesa esperaban varios montones de papeles, los legajos que habitualmente le llegaban para su examen. Tomó asiento, allí estaba la vista que tanto le atraía. Cambió de opinión, le dio la vuelta a la mesa y puso la silla mirando a la puerta.
Pasó la mañana poniendo al día parte del trabajo acumulado, renunció al tiempo libre para tomar un café. Aunque lo intentaba, no podía quitarse de la cabeza la amenaza del compañero en respuesta a la suya. Llegó a lamentar no haber actuado de forma inteligente al proferir la amenaza en vez de reservarse la baza de la sorpresa.
Abrió el cajón donde guardaba los cigarrillos. Encendió uno y, sabiendo de la prohibición de fumar, abrió la ventana y se apoyó en el alféizar. Se concedió ese momento para tomar aire fresco, disfrutar de la vista y fumar un cigarrillo, lo que se permitía cuando estaba nervioso o preocupado o ambas cosas.
Notó la presencia demasiado tarde. Lo cogieron por los pies y lo alzaron para lanzarlo fuera. Pudo agarrarse a la persiana y fue obligado a soltarse por el golpe en el costado y el empujón definitivo. Ya no había donde asirse, se precipitó en el vacío para ir a caer al boscaje que rodeaba el edificio.
En ningún momento perdió el sentido, tras el choque no sentía dolor y no podía moverse. Empezó a gritar, albergó alguna esperanza al ver acercarse al chófer que lo cogió en brazos sin aparente esfuerzo y lo llevó al vehículo, lo tumbó en el asiento trasero y le tapó la boca con cinta plateada.
Oyó como arrancaba el coche y se ponía en marcha, veía pasar los edificios y los árboles con lentitud. Pronto sólo vio árboles y poco después el auto se detuvo, se abrió la puerta y fue alzado y arrojado fuera. El chófer lo arrastró hasta un banco y lo sentó. Se ladeaba y quedaba tumbado, el chófer corrigió varias veces la postura intentando mantenerlo erguido. Viendo la imposibilidad lo ató al banco y lo abandonó.
Sabía, por propia experiencia, que por allí no pasaba nadie y que, llegada la noche, la temperatura bajaba en picado. Mas sus previsiones cesaron en cuanto oyó pasos a su espalda; una bolsa de plástico cubrió por entero la cabeza hasta el cuello.
Oyó los pasos alejarse y aumentó su desesperación al faltarle el aire. Si le hubieran permitido elegir, habría desechado la asfixia como forma de morir. Recordó que a sus víctimas no les había concedido este privilegio y que las había asesinado a todas por la espalda y acuchilladas.
Murió en el entorno que tanto le atraía y en el banco donde gustaba sentarse hasta agotar la tarde.
Pasaron varios días antes de que descubrieran el cadáver. Nadie lo reclamó, nadie asistió a su entierro. Había vivido en soledad, la que él mismo buscó. Murió como sus víctimas. Fue olvidado por los pocos que lo conocieron. Una vida triste que sólo alcanzaba algún sentido con la muerte de los demás. Una vida que, perdida, no afectó a nadie. Una vida desperdiciada.