El escritor. Capítulo 9

Andaba siempre el escritor en busca de la palabra inspiradora, de aquella que, incluida en su próxima historia, resultara ser la clave.

A veces se presentaba sola y tocaba a la puerta de su mente siempre abierta. Otras la buscaba en charadas, especie de juegos de adivinar palabras a los que gustaba enfrentarse.

Esta fue su novena charada, su novena palabra y su novena historia:

 

1ª2ª3ª a tu padre estudiando hostelería. Una vez titulados, trabajamos 1ª4ª con 1ª4ª en nuestro restaurante. La especialidad era el 1ª3ª4ª, un plato popular. Sin embargo el nuestro tenía un toque original. 1ª3ª muchos platos diferentes pero aún 1ª3ª2ª el 1ª3ª4ª. Aunque lo he probado todo 2ª he 1ª2ª3ª4ª nada igual.

 

Tenía un tatuaje oculto. Se lo hizo donde nadie lo viese si no es porque él mismo lo mostrara. Le dolió un huevo y, encima, se arrepintió enseguida. Empezó a preguntarse por la utilidad de aquel dibujito que había elegido de un catálogo como el menos malo, siguiendo los consejos del artista deseoso de echar la persiana.

Hacía siete meses que vivía con esa mancha de tinta alojada en su cuerpo y aún no había podido mostrarla a nadie por estar situada en la frontera de lo que puede y no puede exhibirse. Había pensado en quitársela pero le habían hablado pestes de esa operación que se realiza en varias sesiones. Así que había decidido dejarla donde estaba e ir tomándole cariño.

Donde la espalda pierde su ilustre nombre, justo ahí estaba el tatuaje. Dudaba si algún día lo mostraría a alguien, de hecho a quien más le costaba verlo era a él mismo.

En sus noches de farra, casi siempre mal acabadas, pasaba por toda clase de antros que tenían por común la oscuridad y la mugre. Eran los más concurridos y, sin embargo, ninguno habría pasado una inspección de sanidad.

En uno de ellos conoció a la mujer de su vida, la que habría de acompañarlo en lo sucesivo. Ella fue la primera que contempló la obra de arte, así la llamó él jocosamente.

-No había que ir a la Capilla Sixtina – bromeó.

-¿Quién te hizo esto? – preguntó ella.

-El artista no es conocido todavía.

-¿Quién eligió el sitio?

-Todavía estoy arrepintiéndome.

-¿Por qué no te lo quitas?

-Me dicen que es peor el remedio. Además, a partir de ahora sabré valorarlo.

Ella lo tomó como algo más que un cumplido.

Esa fue la segunda anécdota que generó el tatuaje. La primera fue la elección del dibujo:

Iba pasando las páginas del voluminoso álbum, buscaba alguno que le llamase la atención; cuando había pasado a la izquierda un buen número de hojas, el grabador le señaló uno, se trataba de un clavel rojo, un clavel reventón.

Enseguida recordó la frase tan utilizada en su familia para referirse a una persona con suerte, la de «tener una flor en el culo».

-¿Por qué éste? – le preguntó.

-Es el que mejor me sale, – le fue sincero el grabador – aparte de que el rojo destaca.

-Está bien, el clavel, elijo el clavel – dijo de modo que pareciese que él tomaba la decisión.

-¿Dónde? – inquirió.

-En el culo, – respondió decidido – pero no pienso explicarte el motivo.

-Como si me importase. He grabado de todo y en todos los sitios del cuerpo. Te aseguro que resulta más fácil elegir el dibujo que la zona del cuerpo. Tú te has decidido rápido.

A partir de entonces no dejó de pensar que la flor en el culo le daba suerte. No es que le tocara la lotería, que no le tocó nunca, sino que siempre supo elegir bien, tanto el camino a seguir como las personas con quien compartirlo.

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