El escritor. Capítulo 4

 

Andaba siempre el escritor en busca de la palabra inspiradora, de aquella que, incluida en su próxima historia, resultara ser la clave.

A veces se presentaba sola y tocaba a la puerta de su mente siempre abierta. Otras la buscaba en charadas, especie de juegos de adivinar palabras a los que gustaba enfrentarse.

Esta fue su cuarta charada, su cuarta palabra y su cuarta historia:

 

4ª2ª tiene un pasado intachable. 2ª3ª en México de 1ª1ª español y mamá mexicana. Él es un hombre sencillo, de los que visten de 1ª2ª sin importarle la moda, un viticultor «de buena 3ª1ª». Por el contrario, ella sigue los dictados de los modistos más afamados 4ª los que encarga algunos de sus trajes. Si una 3ª2ª en las fiestas más chic, el otro lo hace con gusto en el campo, donde 1ª3ª el rebaño, bajo las estrellas. 4ª2ª saca de los dos y disfruta en cualquier ambiente. A pesar de ser tan distintos, sus padres se sienten unidos y coinciden al afirmar que su hija es la 1ª2ª3ª4ª que borra la distancia entre ellos.

 

Habían llevado las escaleras, los cestos y los alicates. Era demasiado temprano, los naranjos estaban chorreando, el rocío los había cubierto de una capa de gotitas perladas que descendían por las hojas y, al caer, formaban un cerco alrededor del árbol.

Tendrían que esperar hasta que se secaran. Fumaron y conversaron. No les agradaba estar mano sobre mano, les pagaban por kilos recogidos y no por horas. El encargado decidía y el encargado decía que la fruta mojada era fruta podrida. Se llegó a las doce sin dar un palo al agua. Todos protestaban, preguntaban para qué madrugaban, opinaban que el fruto ya estaba seco a sabiendas de que no era así, fumaban y fumaban, encendían fuego para calentarse y echaban de menos un café.

Desde que el encargado consideró que podían empezar hasta que se quedaron sin luz habían transcurrido cinco horas, a lo largo de las cuales trabajaron sin descanso. Los de la báscula les informaron del número de kilos, claramente inferior al de otras jornadas.

Marcharon al bar buscando calor y el café que habían echado en falta mientras esperaban que el encargado les dijese la hora y el lugar para la jornada de mañana.

Tuvieron suerte. El viento iba a ser la panacea de todos sus males. Sopló con fuerza durante la noche y pudieron empezar muy temprano, en cuanto hubo un ápice de luz. Les cundió y compensaron con creces el día anterior. Durante una semana el viento estuvo presente haciendo posible largas jornadas de trabajo. Es cierto que era molesto y que aumentaba la sensación de frío pero preferían eso a estar parados.

Llegó el día en que el encargado les avisó del final de la temporada. No hacía falta porque los naranjos se veían despojados del fruto y sólo lucían el verde de sus hojas. Sabían que era un trabajo temporal y que ahora debían de arreglárselas como pudieran.

Tenían varias alternativas, ninguna suficiente para sacar adelante a la familia. Lo que no iban a hacer era quedarse en casa o en el bar todo el día. Siempre muy temprano «se echaban al monte», a la búsqueda de alcaparras o de esparto. Es verdad que lo pagaban bien pero también lo es que acumular un kilo requería horas de recogida paciente y aburrida. Volvían con un par de bolsas de alcaparras o con los mulos cargados de esparto, llegaban al almacén, lo pesaban y cobraban al momento.

No todo ese dinero llegaba a casa. La mayoría pasaba antes por el bar a tomar un vino y, si se terciaba, echar una partida. Las buenas partidas, aquellas en las que se apostaba mucho dinero, contaban con los jugadores y multitud de espectadores que, de pie y en corro, cuchicheaban comentando las jugadas y admiraban a los que echaban los billetes encima del tapete como si nada. Ellos serían incapaces de arriesgar así su dinero, escaso y ganado con esfuerzo. Pensaban que había que estar muy loco para hacerlo, eso o ser muy ambicioso y tan  presuntuoso como para creer que serían más listos y terminarían despellejando a los pardillos que, a su vez, pensaban de él que era otro palurdo al que dejarían pelado.

Los de a pie, al filo de media noche, se despegaban de la mesa y desfilaban camino de casa. Se preguntaban de dónde sacaban el dinero que parecía sobrarles, cómo estaban dispuestos a perderlo sin importarles su familia, sin pensar qué explicación podían dar. Ellos no eran jugadores y jamás lo entenderían; ser responsables les hacía alejarse del peligro.

El tahúr estaba sentado de espaldas a la pared, no permitía que ningún curioso husmeara en sus cartas. Le llamaban tahúr porque estaba más tiempo jugando que trabajando. Sólo trabajaba cuando era imprescindible hacerlo, cuando no se formaban partidas o cuando, cosa harto improbable, le iba mal en alguna de ellas. Es verdad que casi siempre salía con alguna ganancia, algunas noches las pasaba tirando sus cartas sin hacer ni aceptar apuestas, se lo echaban en cara, le achacaban que era un ventajista y un agarrado. No obstante, sin confesarlo, admiraban su tesón para no caer en la tentación de jugar una mala mano, ni siquiera cuando acumulaba ganancias, reconocían que a un jugador se le calentaba la boca y terminaba haciendo la apuesta aunque fuera de farol.

Esa era la diferencia entre el tahúr y los demás, sabía aguantar mientras le llegaba la mano ganadora. Le tenían ganas y esperaban desplumarlo alguna noche, incluso que abandonara alguna partida con deudas; por eso le permitían ocupar un sitio en la mesa aún sabiendo que nunca cambiaría su modo de obrar.

Al tahúr no le importaba la mala fama que tenía dentro y fuera del bar. Todos hablaban pestes de él pero no se atrevían a decirlo a la cara. Ante él actuaban con palmaditas en la espalda, sonrisas forzadas y palabras de halago magnificando sus habilidades, buscaban su complicidad sin que ello fuera necesario. Él odiaba su hipocresía pero toleraba su presencia y sus agasajos. Otra cosa era su relación con las mujeres o, mejor dicho, su falta de relación. Ninguna estaba dispuesta a que algún día llegase con una mano delante y otra detrás. Ninguna querría vivir con un marido que pasaría la mayor parte del tiempo en el bar. De manera que huían de él o, más bien, le dejaban bien a las claras su postura.

El tahúr se sentía solo pero se decía que era la vida que él mismo había elegido. Y, en realidad, no le había ido mal. La prefería a la que llevaba la gente de aquel pueblucho, destripando terrones como ellos mismos describían su trabajo, madrugando, deslomándose para obtener un mísero sueldo que muchas veces tardaba en llegar, conformándose con poco y prescindiendo de casi todo, sin permitirse caprichos y sin poder darlos a sus hijos. No, la verdad es que no estaba descontento a pesar de todo.

Así que pasaba el tiempo entre el bar y la casa de su madre. Su madre era la única persona del mundo por la que estaría dispuesto a abandonar su vida regalada, a sacrificarse. Su madre había pasado lo suyo para criarlo sola y siempre había reconocido que le debía mucho y que, si era necesario, pagaría la deuda costara lo que costara. Se había definido a sí mismo como un tipo sin sentimientos y sin escrúpulos, alguien incapaz de mover un dedo para favorecer o ayudar a otra persona, excepción hecha de su madre.

Muchas veces había pensado abandonar el pueblo para ir a vivir a otro más grande, allí donde su madre no fuera señalada por serlo de él. Mas ella se negaba y él seguiría con su vida, con sus luces y sus sombras, llena de contrastes y soledad.

El que se aleja de la norma se arriesga a ser marginado. Siempre había estado dispuesto a correr el riesgo e incluso había empezado a considerarse como tal. De los demás obtenía indiferencia o envidia, él los observaba con indiferencia y no los envidiaba en absoluto.

 

 

 

 

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