El escritor. Capítulo 5

 

Andaba siempre el escritor en busca de la palabra inspiradora, de aquella que, incluida en su próxima historia, resultara ser la clave.

A veces se presentaba sola y tocaba a la puerta de su mente siempre abierta. Otras la buscaba en charadas, especie de juegos de adivinar palabras a los que gustaba enfrentarse.

Esta fue su quinta charada, su quinta palabra y su quinta historia:

 

Tu madre 2ª3ª un poco de agua. Mientras, 1ª2ª3ª absorta al bebé en su cuna. 5 ª a bañarlo, antes echa jabón líquido en el agua de la pequeña bañera. 1ª mucho cuidado lo desnuda y lo mete en el agua tibia. Remueve el agua hasta que surge espuma y pasa la mano por todo el cuerpo. El bebé mueve los pies chapoteando, lanzando el agua a todas partes. El bebé sonríe y ella lo mira 1ª2ª3ª4ª5ª porque le recuerda a 4ª.

 

El gorrión había caído del nido, ¡era tan pequeño todavía! Sus alas no le permitían alzar el vuelo, si se mantenía en el suelo tenía todas las de perder, eso sí lo sabía. Corrió a buscar refugio en el árbol, lo rodeó varias veces con su andar vacilante y no encontró una manera de trepar, esperó varios minutos a que su madre hiciese algo por él pero recordó que ella estaba muy ocupada con sus hermanos y que a él lo habría dado por perdido. Concluyó que debía arreglárselas solo y empezó a temblar, ¿cómo iba a conseguirlo?, hasta hace bien poco era un polluelo con unos cuantos plumones aquí y allá de su pequeña anatomía, ahora sus plumas eran abundantes y sus alas incipientes. Aún así tenía mucho frío, estaba acostumbrado al calorcito que le daba su madre al posarse sobre él y sus hermanos. Un rayito de sol no le habría venido mal pero su instinto le decía que también lo haría más visible a los que necesitaban llenar el estómago y no estaba dispuesto a terminar digerido, prefería seguir temblando a la espera de acontecimientos. Empezó a sentir hambre y el frío se convirtió en un mal menor, abrió el pico tanto como pudo, nadie vino a depositar en él algo jugoso. ¿Qué podía hacer?

Ahora temblaba de miedo, vio acercarse unos zapatos enormes que se movían hacía él; cuando estuvieron muy próximos cerró los ojos esperando a que pasaran de largo, cuando volvió a abrirlos los tenía justo enfrente y un segundo después una mano lo agarraba sin intención de dañarlo, su tacto suave y el calor que despedía eran reconfortantes, después lo dejaron caer en un hueco oscuro y volvió a sentir frío. De vez en cuando la misma mano de antes venía a comprobar si estaba allí, él deseaba con todas sus fuerzas que se quedase y lo rodease para darle la seguridad y la calidez de antes, mas desaparecía demasiado rápido.

Al llegar a casa, el niño se dispuso a cuidar de él, ya tenía experiencia de otras veces y sabía lo que había que hacer, sustituir en lo posible a su madre y no jugar con él lanzándolo al aire para darle las primeras clases de vuelo. Bien, lo primero agua; llenó su boca tomando un sorbo del vaso, esperó unos segundos y pegó el pico del gorrión a sus labios. No estaba seguro de si había bebido lo suficiente pero no podía preguntarle al gorrión, como hacía su madre: «¿quieres más?». A continuación darle un hogar, agarró un taburete, se subió en él y cogió de la alacena un cuenco de cerámica, el que su madre empleaba para poner las aceitunas en la mesa; lo rellenó con algodón suficiente, sacó al gorrión del bolsillo y lo depositó en el improvisado nido cubriéndolo con un trocito de su camisa de franela favorita que su madre había retirado de la circulación muy a su pesar. De momento era suficiente, ahora tenía que comer. Le surgió la duda, ¿qué podía darle?, echó a correr en busca de su padre que estaba en el huerto pero volvió para asegurarse de que su protegido estaba bien. Echó a correr de nuevo mientras pensaba que éste sí se salvaría.

-Ni se te ocurra darle leche, – le dijo su padre – moja un poco de pan y, con un palito, ponle migas en el pico, espera a que trague la primera para ponerle la siguiente. Luego ve a la farmacia y compra una jeringuilla.

El gorrión empezó a sentirse cómodo, el calor empezaba a envolverle y si lo dejaban en paz dormiría un buen rato. Pero no, allí estaba ese niño mirándolo, al menos ha tenido la decencia de no sacarlo del nido para alimentarlo, le había hecho abrir el pico para poner una miguita  había esperado a que la tragara para poner otra, luego lo había dejado en paz. ¡Qué bien!, con el calor y el estómago lleno era fácil dormir aun sintiéndose muy solo, lejos de sus hermanos y su madre. Se sentía observado pero no le preocupaba.

-¿Otro pájaro?, ¿sabes lo que va a pasar? – era la madre del niño, lo había visto mirando el nido con la boca abierta.

-Esta vez no, ha bebido y ha comido.

-Eso es lo que tú te crees.

-Papá me ha dicho que compre una jeringuilla, dame dinero para ir a la farmacia.

-Cuando vayas a utilizarla estará muerto.

-¿Por qué eres así?

-Porque no quiero que te encapriches.

-Entonces, ¿debería dejarlo morir?

La madre se quedó mirándolo sin saber qué decir, fue a donde estaba su bolso y le dio unas monedas.

-No tienes remedio, anda ve a por ella.

Volvió al mismo tiempo que su padre, éste traía una bolsita con alimento para aves, le dijo cómo preparar una papilla y cómo dársela con la jeringuilla, sin forzar y hasta ver el buche lleno. Fue a prepararla al cuarto de baño, su madre lo habría echado de la cocina, de hecho se la estaba liando a  su padre por «participar en un caso perdido y…»

Le gustaba el colegio aunque procuraba disimular para que los gamberros lo dejaran en paz. Pero aquel día estaba deseando que acabara. A su vuelta el gorrión estaba dormido, le miró el buche y lo tenía del tamaño de un garbanzo. Fue a la cocina donde su madre preparaba la mesa.

-Ve a lavarte las manos y ayúdame.

-Ya me las he lavado, voy a dar de comer al gorrión.

-Ya le… Quiero decir que no hace falta que coma tanto, es muy pequeño.

-Tiene el buche lleno, ¿le has dado tú de comer?

-¿Yo? ¡Ja! Sólo me faltaba. Habrá sido tu padre.

-Claro, habrá sido papá. A ti no se te habría ocurrido.

-Naturalmente, no tengo tiempo para tonterías. Vamos, termina de poner la mesa, faltan los vasos y las servilletas, muévete. ¡Ah!, tienes que hacer más papilla, se ha acabado.

-Mamá, ¿cómo lo sabes?

-Porque tengo ojos, niño.

Su madre era así, parecía despiadada mas era incapaz de matar una mosca. Y cabezota.

Pasaron los días y el gorrión seguía vivo. Había pasado lo peor. Ahora vivía en una jaula con el nido dentro y empezaba a comer sólido. Cuando volvía del colegio encontraba huevo duro y granos de arroz que alguien había puesto en la jaula. Su madre decía «habrá sido papá» y el niño no se molestaba en preguntar a su padre.

Un día el niño encontró la jaula con la puerta abierta y vacía. Se quedó paralizado, pensó que todo lo pasado no había servido para nada pero se preguntó qué había sido del gorrión.

-Andará por ahí revoloteando. Espabila, que estás entontecido.

Era su madre.

-Mira allí, en la ventana.

-Mamá, por favor, – pidió angustiado – ayúdame a cogerlo.

-No hace falta, volverá a la jaula porque ahí tiene alimento y calor.

-Mamá, eres tú quien le cambia los algodones y le pones los huevos y el arroz – afirmó.

-Yo tengo otras cosas que hacer. Habrá sido tu padre.

Tampoco esta vez preguntó a su padre. Sin verlo sabía que su madre lo cuidaba con el mismo interés que él para mantenerlo vivo.

El gorrión salía de la jaula cuando le apetecía, siempre estaba abierta y siempre volvía a ella porque era su casa. El niño tenía cuidado de limpiar la caca del gorrión para que su madre no gritara lamentándose. Su padre, el que menos intervenía a pesar de serle atribuida la alimentación del gorrión, había conseguido que éste volara para posarse en su hombro y arrebatarle el trocito de galleta mojado; era como un juego que el niño intentaba reproducir sin resultado.

Le tenía cariño al gorrión, sus amigos iban a casa para verlo, lo acariciaban si se dejaba y, de paso, tomaban la merienda que la madre les preparaba. Llegó un momento en que empezó a dudar si los amigos venían a jugar con el gorrión o para dar las gracias a su madre después de llenar el buche. De cualquier forma, a él le encantaba. Adoraba a su madre, la que lo hacía todo sin querer recompensa. No obstante él aprendió a abrazarla y darle besos. Ella siempre le decía:

-Quita, quita, me pones perdida.

Lo miraba contemplativa y sonreía. A veces le caía una lágrima y le daba la espalda. Así era la madre.

 

 

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