El escritor. Capítulo 3

Andaba siempre el escritor en busca de la palabra inspiradora, de aquella que, incluida en su próxima historia, resultara ser la clave.

A veces se presentaba sola y tocaba a la puerta de su mente siempre abierta. Otras la buscaba en charadas, especie de juegos de adivinar palabras a los que gustaba enfrentarse.

Esta fue su tercera charada, su tercera palabra y su tercera historia:

 

Siempre fui un 2ª4ª5ªpara manejar este 1ª2ª3ª4ª. En cambio, 1ª mi hermano le bastó un 3ª4ª para hacerse con su funcionamiento. Cuando debo manejarlo 4ª5ª ruidosamente, como un alérgico a la primavera. Me cuesta dar el primer 2ª5ª y, una vez dado, dudo si el segundo será el correcto. Casi prefiero estar al 3ª5ª que calentito y a cubierto, con tal de no lidiar con un mecanismo tan 1ª2ª3ª4ª5ª.

 

El reloj marcaba las once. Tenía un reloj en cada habitación, lo suyo con la hora era algo obsesivo, como obsesivo era aquella manía suya de que todos marcaran la misma hora y que todos la dieran a la vez, cada cual con su sonido característico, formando una orquesta cuyos conciertos no dejaban indiferentes a los vecinos.

Su vida transcurría monótona y aburrida, insoportable para alguien que no fuera tan reincidente. Algo imprevisto vino a establecer cambios en ella.

Tuvo un aparatoso accidente y hubo de ser ingresado en el hospital. Allí su única preocupación era saber de sus relojes. Encargó a su sobrino que se ocupase de darles cuerda y vigilar que todos fueran al unísono, sobre todo aquellos que disponían de carillón.

Mas el sobrino tenía otras cosas en las que pensar. Además no comprendía la trascendencia que aquella parafernalia podía tener para su tío. Así que descuidó el encargo dando lugar a que algunos de los relojes agotasen la cuerda y murieran a la espera de la resurrección.

Cuando fue dado de alta regresó a casa con la esperanza de encontrar todo en orden. Pasó el resto del día entregado a sus máquinas y no paró hasta dejarlo todo como debiera haberlo encontrado.

Aquella misma tarde recibió la visita del sobrino quien, tras preguntarle por la salud, pidió disculpas por el abandono de los relojes, así sin más, como el que pide disculpas por tropezar con otro en el bullicio del metro. Intentó justificarlo achacándolo al exceso de trabajo pero no coló.

Su tío seguía con el gesto adusto.

-He confiado en ti y me has decepcionado.

-Lo siento. No acabo de entender por qué tiene tanta importancia el que estos relojes te digan cuando es la hora de comer o de dormir.

Enfurecido, su tío le conminó a tomar la puerta, le quitó la vista de encima ignorándolo y se enfrascó en el periódico.

El sobrino siguió allí esperando a que se le pasara el enfado. Conocía su carácter, era incapaz de estar mucho tiempo enfadado. Sacó el móvil y se dedicó a responder a los mensajes recibidos.

-¿Qué haces? – No le gustaban los móviles, decía que impedían la comunicación cara a cara.

-Miraba la hora.

Soltó una carcajada. Si había algo que nunca perdía era el sentido del humor. Eso y el cariño que sentía por su sobrino hizo que lo olvidase todo.

-Anda, te invito a comer.

-¿Quién paga?

-Pagarás tú, me lo debes. – Otra vez la sonrisa afloró a su rostro.

-Entonces comeremos hamburguesa. Es lo que me puedo permitir.

-Entonces pago yo. Va siendo hora de que comas algo decente.

-Estoy de acuerdo.

Era verdad que echaba de menos comer en un restaurante. Encima, en estas ocasiones, su tío era una persona divertida, de conversación amena y, para colmo, sabía escuchar y no juzgaba a nadie por su manera de pensar. Por lo mismo no hubiese permitido ser juzgado por ser como era. Cometió el error de volver a sacar el tema, el único tema que no era pertinente en ese momento y en ese lugar.

-¿Por qué ese empeño en adueñarte del tiempo?

Un molesto silencio se estableció entre ellos. El tío decidió responder.

-Nadie es dueño del tiempo. Sólo podemos medirlo y así disfrutarlo en armonía. No te engañes, tengo una colección de relojes y los pongo en hora; nada más. Antes todo el mundo llevaba un reloj, ahora todo el mundo lleva un móvil que señala la hora, lo primero que aparece en su pantalla.

-Tienes razón. – Cortó a tiempo.

-Pues tengamos la fiesta en paz, sobrino.

El almuerzo sirvió para conocer mejor a su tío, para comprender que todos tienen alguna manía: coleccionar cualquier cosa, jugar con el boli o algo distinto entre las manos, poner tu nombre en cualquier lugar, ya sea un árbol, una mesa o en un muro o fachada, guardarlo todo para que sirva de recuerdo, dormir en el mismo lado de la cama, el trabajo, el sexo. Manías inocentes como la de su tío y otras dañinas como algunas adicciones: alcohol, tabaco, otras drogas.

Era fácil ir a la fiesta de cumpleaños o del santo de su tío llevando un regalo apropiado. Bastaba con un reloj de pared, de bolsillo o de pulsera; no importaba el precio. Si el bolsillo estaba seriamente dañado se presentaba allí temprano y sustituía a su tío en la tarea diaria de dar cuerda o de limpiar el polvo.

La comprensión, si es mutua, lleva consigo la tolerancia y ésta el respeto y la posible convivencia .

 

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entradas relacionadas

Comienza escribiendo tu búsqueda y pulsa enter para buscar. Presiona ESC para cancelar.

Volver arriba