Andaba siempre el escritor en busca de la palabra inspiradora, de aquella que, incluida en su próxima historia, resultara ser la clave.
A veces se presentaba sola y tocaba a la puerta de su mente siempre abierta. Otras la buscaba en charadas, especie de juegos de adivinar palabras a los que gustaba enfrentarse.
Esta fue su segunda charada, su segunda palabra y su segunda historia:
Yo digo que este 1ª2ª no es apto para el consumo, se 3ª queda la 1ª4ª acartonada y te da un 1ª3ª en el hígado. Prefiero un 3ª a lo que sale por esa 1ª2ª3ª4ª.
El camarero daba la espalda a los clientes, pocos y de pie tras la barra. Actuaba mecánicamente, había sacado el cajón donde se tiraban los restos del café, había golpeado con la cazoleta en la puerta magullada, la había llenado empujando en el depósito del café recién exprimido para después enrasar presionando con el pisón. La giró de derecha a izquierda apretando al llegar al tope, colocó un vaso justo debajo y pulsó el interruptor.
Se volvió, miró al cliente que le pedía azúcar y colocó una bolsita en el platillo. Retiró el vaso con café humeante, lo depositó en el platillo con la cucharilla y esperó.
-Con sacarina, por favor.
Puso el dispensador sobre la barra, se agachó en el lavaplatos y se dispuso a llenarlo. Un sonido de campanillas le anunció la llegada de un nuevo parroquiano. Se acercó a atenderlo, respondió al saludo y quedó a la escucha.
-Un carajillo, por favor.
Se quedó mirando con el ceño fruncido, esa palabra no formaba parte de su vocabulario.
-¿Cómo?
-Un carajillo – volvió a oír.
-Ya pero ¿qué es eso?
-Verás hijo, no sé si tú eres demasiado joven o yo demasiado viejo pero que un camarero no sepa qué es un carajillo no tiene perdón. Aparta.
Se dirigió a la entrada para tomar posiciones frente a la cafetera. El camarero intentó evitarlo poniéndose frente a la puerta batiente pero lo pensó mejor y franqueó el paso. Fue tras él lleno de curiosidad y decidió aprender cómo se hacía un carajillo.
Vio como colocaba un vaso bajo la cazoleta y le daba al interruptor. Quiso hacerle ver que previamente debía cargar el café mas no pudo hablar.
-Ya sé, ya sé. A mí me gusta poco cargado.
El vaso fue llenándose de un café aguado hasta la mitad, el anciano lo puso sobre un platillo y echó mano de una botella de brandy. El joven quiso intervenir pero otra vez oyó un «chis».
-A mí me gusta «Lepanto». ¿Algún problema?
-Mi jefe dice que ese brandy…
-Tu jefe es un tacaño, si pone este brandy en la estantería no es para que coja polvo.
Llenó hasta arriba el vaso y añadió una cucharada de azúcar.
-Esto es un carajillo, muchacho.
-Ya lo sé para la próxima – intentó congraciarse. Consiguió que el anciano sonriese y fue a ocuparse del lavaplatos.
Miraba al anciano por el rabillo del ojo. Vio que sacaba un periódico del bolsillo de la chaqueta, lo colocaba sobre la barra e iba pasando las hojas prestando atención a los titulares, agarraba el vaso y lo llevaba a la boca sin dejar de leer.
Nunca lo había visto por el pueblo, de ser así se acordaría. Llegaron más clientes y se olvidó de él. Cuando volvió a despejarse ahí seguía. Lo llamó con la mano levantada y acudió.
-Dígame, señor.
-Hazme la cuenta, por favor.
-Un euro con cincuenta.
-A lo que hay que descontar mi trabajo y la lección magistral.
Quedó agarrado a la barra sin poder articular palabra. A otro le hubiera dado una respuesta contundente pero con él no sabía cómo actuar.
-Digamos que estamos en paz, ¿no te parece?
Siguió en silencio. No pensaba contradecirle pero tampoco darle la razón. Lo vio desfilar hacia la puerta, retiró el vaso y el platillo así como la cucharilla llevándolos al fregadero.
No había pasado ni un minuto y allí estaba de nuevo. El camarero intentó armarse de paciencia y se esperó lo peor.
-Creo que te debo algo.
-¿No estábamos en paz?
-Sí, pero has olvidado cobrarme el respeto y la paciencia que has empleado conmigo. Toda una lección.
-Lección por lección. Ahora me debe un euro con cincuenta.
-Y una propina por la prudencia y el sentido del humor, muy importantes para el que brega con el público.
Se miraron sonriendo. El anciano dejó dos euros encima del mostrador, se metió el periódico doblado en el bolsillo de la chaqueta y se despidió hasta mañana.
La experiencia es un grado. La educación es un grado superior.