El escritor. Capítulo 7

Andaba siempre el escritor en busca de la palabra inspiradora, de aquella que, incluida en su próxima historia, resultara ser la clave.

A veces se presentaba sola y tocaba a la puerta de su mente siempre abierta. Otras la buscaba en charadas, especie de juegos de adivinar palabras a los que gustaba enfrentarse.

Esta fue su séptima charada, su séptima palabra y su séptima historia:

 

Tomo el 2ª1ª que me tiende la florista y le pago. Al 2ª3ª estoy en casa, pongo el 2ª1ª en un jarrón y preparo las trampas. Debo acabar con esos 2ª3ª4ª que inundan el garaje y que anidan en la 1ª3ª vieja. Vuelvo a la vivienda donde 1ª2ª la familia. Mi mujer me da un beso por el 2ª1ª, mi hijo se acerca para mostrarme los 1ª2ª3ª4ª de su brazo, aún no sabe montar en bici pero va mejorando. Es un buen muchacho aunque le gusten los 2ª1ª4ª.

 

Esta camisa me la hizo mi madre. No disponía de botones, por eso utilizó lazo para anudarla. Puso un bolsillo a la izquierda y bordó en él mi nombre, cosió dos hombreras y algunos flecos en los brazos. Es una buena camisa, de buen paño. A mí me gusta, me molesta prescindir de ella cuando hay que lavarla, me distingue porque no hay otra igual.

Le pedí otra idéntica a mi madre pero me dijo que no quedaba más tela, me prometió que me la haría en cuanto consiguiera algún retal de buen tamaño. Tuve que conformarme de momento.

Mi madre no me dejaba ponérmela para ir a la escuela, decía que la traería sucia o llena de sietes. Y la verdad es que llevaba razón, era raro el día en que no tenía una pelea, nos enzarzábamos en una  por un «quítame allá esas pajas». Así éramos los chicos de entonces, siempre con ganas de bulla.

El fútbol no era nuestro deporte favorito, en realidad ningún deporte. Jugábamos a batallas entre dos bandos equilibrados a nuestro entender, nos retábamos en combates singulares, no nos deteníamos en simulaciones ni imitaciones, buscábamos llenarnos de moratones o de cicatrices para presumir ante todos excepto ante nuestras madres. Nos construíamos nuestras propias armas, hacíamos arcos con varas de taray y cuerdas, flechas con cañas delgadas a las que afilábamos un extremo con nuestras navajas, espadas y pistolas con trozos de madera sobrante, hondas con soga de esparto…

Mas no siempre andábamos de pelea, otras veces nos gustaba competir de otra manera, hacíamos carreras cortas y largas, saltos de altura o de longitud, todo sin saber que existían las olimpiadas. Cuando estábamos más calmados jugábamos a canicas, a la rayuela o a construir y volar cometas. En el colmo de la tranquilidad, leíamos tebeos a los que acabamos por acostumbrarnos, los intercambiábamos y los pedíamos a las editoriales que nos los mandaban por correo.

Así, por correo, pidió mi madre tela de todos los colores. Me hizo la camisa prometida, con más flecos que la otra y mi nombre en la manga. Fui la envidia de todos mis amigos hasta que mi madre, que tenía buen olfato para los negocios, decidió hacerles otras a mis amigos, cada una con su nombre; sus madres las pagaban bien con tal de que sus hijos las dejasen en paz. De las camisas pasó a los pantalones para los que compró otra tela más fuerte, loneta según ella; para hacerlos atractivos y originales los prolongó hasta la rodilla y les hizo una correa con la misma tela, lo que permitía dejar a un lado los tirantes.

Los pantalones y las camisas de mi madre se pusieron de moda, los niños los demandaban y las madres los compraban encantadas. Demostrando otra vez su olfato comercial mi madre propuso a las mujeres hacerles sus vestidos. Les tomaba medida y el diseño quedaba de su cuenta. Cuando se acercaban las fiestas del patrón o alguna celebración venían a elegir la tela y a tomarse medidas. Mi madre había reservado el comedor para taller de costura y almacén de telas y había contactado con los fabricantes textiles a los que compraba los rollos completos, algunos estampados.

Su fama llegó lejos y acudían de los pueblos de al lado. Enseñó a dos de sus amigas a tomar medidas, a cortar con los patrones que ella misma preparaba y a coser siguiendo sus indicaciones.

A mí todo aquello no me gustaba ni un pelo. El cambio operado había sido brutal: de la dedicación plena hacia mi persona se había pasado al abandono y al olvido. Le pidiera lo que le pidiera mi madre no podía dármelo por estar ocupada, cuando le contaba alguna historia, que me parecía de gran interés, no me dejaba pasar del «verás, mamá» por falta de tiempo. Aparte del desfile continuo de mujeres que tomaban posesión de la que, hasta ahora, había sido mi casa. Lo que más me molestaba era que todas ellas se empeñasen en alborotarme el pelo, no sé por qué me aguantaba pero me mordía la lengua e, incluso, las miraba sonriente si me observaba mi madre.

Terminé acostumbrándome a la nueva vida que se nos había planteado. Tenía que reconocer que mi madre era un genio y que, a pesar de todo lo que yo había perdido, ella sola había sabido siempre, de una manera u otra, ganarse la vida. La admiraba, me sorprendía su capacidad de trabajo y su permanente sonrisa, me preguntaba cómo lo conseguía y llegué a la conclusión de que le gustaba su trabajo y precisamente por eso era feliz.

Un accidente vino a dar al traste con aquel mundo idílico. En una de aquellas peleas de chiquillos recibí una pedrada en la sien y quedé inconsciente, me llevaron a casa y llamaron al médico. Tardé una hora en recuperarme, el médico le dijo a mi madre que me vigilara durante 24 horas porque corría peligro y ella no se despegó de mí durante ese tiempo. Pasé un día más en casa y al siguiente regresé a la escuela y mi madre a su trabajo.

Volví a perder el sentido en la escuela, durante el dictado, y no lo recuperé en varias horas. Cuando abrí los ojos vi los de mi madre llorosos y clavados en mí. Permanecí una semana en la cama por orden del médico, mi madre cerró el taller para estar a mi lado. Yo no hacía sino dormir y, al despertar, veía a mi madre que sólo se separaba de mi lado para hacer la comida.

Mi vida cambió. Mis amigos ya no me trataban igual, no me permitían participar en sus juegos y me trataban como si fuera de porcelana, procuraban no chocar conmigo y hasta me cedían el paso. En casa tenía a mi madre a mi disposición, me hacía platos especiales, me colmaba de atenciones, no me quitaba la vista de encima y no paraba de darme consejos. Yo le agradecía su cariño y su atención pero le pedía que no fuera pesada. Cuando la clase hacía una excursión, cerca o lejos, no le pedía permiso, en parte porque sabía que me iba a decir que no y en parte porque el maestro se mostraría remiso a llevarme.

Tenía que demostrarles que ya estaba bien. Fui a visitar al médico, cuando le conté lo que pretendía se echó a reír y me acarició la cabeza, le insistí, le hice ver que no me gustaba que todos me considerasen frágil y distinto.

-Siéntate, chico, hablaremos.

Me senté frente a él, separados por la gran mesa de madera de su despacho.

-Mis amigos se han distanciado, no quieren arriesgarse a que alguien los haga culpables de lo que me pase. O sus padres les han aconsejado que no jueguen conmigo.

-Hasta que no pase un año como mínimo no podemos bajar la guardia. Es mejor que tus amigos te traten así para evitar que sufras un nuevo accidente.

-Durante ese año seré un inútil y después estaré señalado y habré perdido el contacto con ellos.

-No puedo ayudarte, no puedo engañar a nadie diciendo que no hay riesgo.

Salí de la consulta enfurruñado. No podía comprender al médico, yo me sentía bien y quería recuperar mi vida. Sobre todo para que mi madre recuperase la suya; aunque ella no me lo decía, sabía que ahora vivíamos de los ahorros y que o se ponía a trabajar o pronto nos veríamos en apuros.

-Mamá, – le dije – una cosa es que te preocupes por mí y otra que no me quites la vista de encima. Quiero decir que no tiene sentido que no puedas trabajar o salir a la calle. Yo estoy bien y creo que todos estáis exagerando y haciendo que me sienta peor. Os agradezco a todos vuestra preocupación pero no me hacéis ningún favor.

Mi madre se reunió con el médico y el maestro y decidieron que yo tenía razón y que de nada servía excederse.

Poco a poco fui recuperando a mis amigos, me alegró ver mi casa ocupada por las clientas de mi madre y a ésta trabajando como solía. Empecé a valorar las pequeñas cosas a las que antes no prestaba atención: estar integrado, considerado como igual y la felicidad de los que te rodean. Procuré llevar mi vida con normalidad, sin miedos, para lograr que los que me rodeaban me vieran como uno más.

 

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entradas relacionadas

Comienza escribiendo tu búsqueda y pulsa enter para buscar. Presiona ESC para cancelar.

Volver arriba