El Escritor. Capítulo 8

Andaba siempre el escritor en busca de la palabra inspiradora, de aquella que, incluida en su próxima historia, resultara ser la clave.

A veces se presentaba sola y tocaba a la puerta de su mente siempre abierta. Otras la buscaba en charadas, especie de juegos de adivinar palabras a los que gustaba enfrentarse.

Esta fue su octava charada, su octava palabra y su octava historia:

 

El 2ª1ª me parece genial. Cuanto más 2ª miro más me gusta. 2ª hemos colocado sobre una 2ª4ª y colocaremos otro en un 3ª2ª de cemento. 3ª1ª con interés el trabajo  mientras como una 1ª2ª3ª4ª. 3ª me preguntaran diría que es nuestro mejor trabajo.

 

Conducía él. Antes de ponerse en marcha la miró intentando saber qué pensaba. Era un ejercicio baldío, ella no era precisamente transparente, un jugador de cartas hubiera sido más previsible.

Esperó a que fuese ella la primera en hablar. Ante su silencio recalcitrante se sintió incómodo y preguntó por preguntar:

-¿Te encuentras bien?

-¿A ti qué te importa?

Bien, ya sabía algo más, ella seguía enfadada. Esperaría para hacerle otra pregunta.

Siguieron en silencio, se ajustaba a la velocidad permitida y oían la emisora que ella había sintonizado. Cuando decían algo gracioso la miraba de reojo para ver como reaccionaba pero ella seguía como si nada, impertérrita se dijo que era la palabra.

Tras muchos kilómetros ella se giró hacia atrás en busca de la mochila. La abrió y sacó una bolsa con frutos secos.

-¿Paramos a comer algo? – preguntó antes de que abriera la bolsa.

Ella hizo oídos sordos,la abrió y empezó a llenarse la boca para roer lenta y ruidosamente.

Paró en la primera gasolinera, llenó el depósito, entró a pagar y compró un refresco, no salió hasta haberlo consumido y, cuando lo hizo, ella había salido del coche, la vio entrando a los servicios. Esperó paciente a que saliera pero sintió ganas de mear y allá que fue.

Ella no fue tan paciente, se puso tras el volante e intentó arrancar, las llaves no estaban. Lo vio venir, salió del coche y entró en la tienda de donde asomó con dos chocolatinas y subió en el coche ya en funcionamiento.

-¿Quieres una? – dijo en tono suave. Parecía querer una tregua.

-Si me la pelas… – dijo él escéptico. Sabía que había cometido un error al decir esas palabras pero ya no podía borrarlas.

-¿Qué? – gritó pidiendo explicaciones.

-La chocolatina, me refería a la…

-Cerdo, eres un cerdo. No tienes remedio ni solución, siempre serás el mismo.

Otra vez el silencio. En venganza se comió las dos chocolatinas y metió los envoltorios en la guantera bajo la mirada desaprobadora del conductor.

Mientras giraba la cabeza hacia los lados se reafirmaba en lo que ya pensaba, ella no tenía sentido del humor y se lo tomaba todo en serio. Había desechado explicarle la verdad, decirle que se refería al envoltorio y que no había querido hacer un chiste. Esperaría a que se le pasara, era lo único que funcionaba.

-¿Y si paramos a comer? Tú no has comido nada, ni siquiera una golosina.

Era sincera y esperaba que él lo valorara. Lo veía muy serio y pensó que tal vez no quiso hacer esa broma de mal gusto.

Paró en el primer bar de carretera que encontraron. Ella no comió nada, decía que ya había tomado demasiadas calorías, él comió una ensalada, era lo mejor para evitar el sopor. Antes de subir al coche, ella se abrazó a él.

-¿Qué le pasa a mi niño, ¿está enfadado? Anda, alegra esa cara.

Estaba deseando acabar con el silencio y las caras serias, la levantó en vilo y dio vueltas hasta que ella dijo basta. La llevó en sus brazos hasta el coche y la dejó en el asiento.

No paró de hablar hasta darse cuenta que ella dormía. Bien, se dedicó a conducir con otro ánimo y concentrado. La oyó hablar en sueños.

-«Debería decírselo pero no me atrevo, ¿cómo se lo tomaría?»

Apenas era inteligible y dudaba si era eso lo que había dicho. En la siguiente parada abordó el tema.

-En sueños has dicho que tenías que decirme algo.

-¿A ti? – dijo desperezándose.

-¿A quién si no?

-¿Qué sé yo? Sólo era un sueño, tú lo has dicho.

Otra vez el silencio. «No tenía que haberle dicho nada» se dijo. Empezó a estar harto de este viaje.

La llegada terminó por enfadarlos del todo. En el hotel debieron esperar, la dejó con las maletas mientras él buscaba aparcamiento, tardó un buen rato y la encontró todavía en cola, le dijo que se sentara y que la llamaría cuando llegase al mostrador. Ya en la habitación pasaron de ordenar las maletas y se fueron a la calle. Estaba lloviendo y hacía frío, no habían venido preparados para ese tiempo, compraron un par de sudaderas y un paraguas. Él lo abrió, la abrazó y la atrajo hacia sí para ponerla a cubierto de la lluvia. Se metieron en el primer café, no la soltó hasta llegar a la mesa.

Pidió por ella, sabía lo que le gustaba. Como no protestó supo que había acertado. Cogió sus manos y la miró, no hacía falta que dijera nada. Parecía que se comunicaban mejor sin palabras pero era necesario estar seguro de que lo había entendido.

-Perdona, no tenía derecho a preguntar.

-Ya, ¿qué dije?

-Que no te atrevías a decirme algo.

-No hay nada que deba decirte porque nada te oculto.

-Estoy seguro. Estás muy guapa con tu nueva sudadera.

-Tú también, ese color te favorece.

Los dos tenían la intención de no volver a enfadarse y discutir. Salieron. Había escampado, era la confirmación del armisticio. Allá a lo lejos, entre montañas, lucía el arco iris. Todas eran buenas señales.

Pero lo mismo que las señales iban a cambiar, sus intenciones irían y vendrían haciendo que su relación no fuera estable pero tampoco aburrida.

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