El escritor. Capítulo 11

Andaba siempre el escritor en busca de la palabra inspiradora, de aquella que, incluida en su próxima historia, resultara ser la clave.

A veces se presentaba sola y tocaba a la puerta de su mente siempre abierta. Otras la buscaba en charadas, especie de juegos de adivinar palabras a los que gustaba enfrentarse.

Esta fue su undécima charada, su undécima palabra y su undécima historia:

 

Bajo los 1ª2ª3ª4ª el calor es más llevadero y lo 1ª2ª3ª mejor. Aunque siempre padece un 1ª2ª de 3ª4ª proporciones que, a veces se duerme de pie o al volante. 2ª eso 4ª dice a sus hijos, que son unos 1ª4ª: «despertadme cuando me duerma, excepto si estoy en la cama».

 

Le gustaba jugar al golf. Había aprendido a la fuerza, su padre le había obligado a seguir un curso cuando era un niño. El monitor le vio posibilidades y lo comunicó a su padre quien, de nuevo, lo obligó a seguir con las clases. Una tarde el monitor le comunicó que saldrían al campo para hacer un recorrido de seis hoyos.

A partir de entonces cambió de parecer respecto al golf: el campo le pareció el escenario perfecto para hacer deporte, incluso si llovía o hacía viento, cosa esta última que solía ocurrir con frecuencia, tenía la técnica suficiente para dar golpes a derechas y terminaba el recorrido con una tarjeta decente.

Por primera vez llegó a casa mostrando algún entusiasmo, mas procuró no pasarse por no dar a su padre la razón, por no oír aquello de «ya te lo dije» que usaba cada dos por tres. No sabía que su padre era informado por el monitor, puntualmente, cada tarde después de clase.

¿Por qué tenía su padre ese interés tan grande por que él practicara el golf? ¿Por qué no otro deporte? De hecho él los practicaba todos y se lo pasaba en grande con sus amigos. Llegó a preguntárselo.

-¿Por qué no? – respondía encogiéndose de hombros.

Sus amigos lo consideraban un pijo. No les valía que compartiera con ellos los partidos de fútbol o de baloncesto, que fueran juntos a la playa o a la piscina, que se desplazaran en bici hasta los pueblos cercanos para ligar en los bailes… En cuanto lo veían dirigirse al campo con la bolsa empezaban a meterse con él.

-¿Cómo es que juegas a eso? Si el golf es para viejos – decía uno.

-O para maricas – gritaba otro.

Todos se reían pero a él no le hacía gracia. Les daba la espalda y se iba con la bolsa al hombro.

Durante la práctica seguía dándole vueltas al tema, no le gustaba nada que sus amigos lo viesen diferente a ellos. Al verlo preocupado su madre le decía que le tenían envidia pero eso no hacía más que confirmar la distancia que se establecía cada vez que cogía los palos.

Su profesor de golf había sido jugador profesional. Era serio, poco hablador y manejaba como nadie la ironía, la utilizaba para expresar las críticas a sus discípulos.

-Muy bien, así se golpea…pero si la diriges al hoyo mucho mejor.

A él le decía que su swing era perfecto si no fuera porque nunca lo terminaba. Pensaba que la última fase no servía más que para adornarse. En una ocasión se lo dijo al profesor y éste lo miró de arriba abajo, no hizo falta que dijera nada.

Se limitaba a corregir la postura, la posición de los pies con respecto a la bola o de la cara del palo. Cuando se ponía de ejemplo y daba un golpe los dejaba con la boca abierta, les hacía ver lo lejos que estaban de poder considerarse jugadores sin más.

Dentro del grupo él destacaba porque el profesor lo dejaba en paz, sus comentarios irónicos no lo alcanzaban, si bien era verdad que tampoco le llovían los elogios, sencillamente lo tenía en observación, aún sin calificar. En realidad, lo prefería; sabía que, en cuanto recibiera una crítica, no sabría encajarla, aunque fuera positiva, peor si fuera positiva porque empezaría a relajarse y le lloverían las negativas.

Pero parecía que el profesor lo conocía, dejaba que fuera él mismo quien se dijera si lo hacía bien o si había algo que corregir.

Cuando salían al campo llegaba la hora de la verdad, el profesor los obligaba a llevar la tarjeta y el lápiz, ellos cargaban con la bolsa y él subía a un buggy del que no bajaba y daba todas las instrucciones desde allí. Al final del recorrido se reunían bajo los soportales de la casa club, les recogía las tarjetas y, tomando un refresco, comentaban las anécdotas, los cientos de anécdotas que siempre se producían jugando al golf, lo divertido del golf.

Llegó a un acuerdo con el profesor: si dejaba de dar información a su padre, él se comprometía a practicar una hora más.

-¿Diaria?

-Sí

-Informaré a tu padre de tu decisión y después nada más.

Tras llegar al acuerdo pensó que había hecho justo lo que su padre quería. Mas en esta ocasión él también lo deseaba

El profesor fue más duro, le exigió que consolidara sus progresos, que convirtiera en rutina los movimientos y posiciones para dedicarse a la elección adecuada del palo y al uso del putter. Ahí radicaba su fracaso, en el green. Hasta que llegaba allí su juego no estaba mal, golpeaba rápido y lejos. Cuando llegaba a la hierba cortita, donde había que ser preciso, le entraba la inseguridad y, al quedarse corto o pasarse, le entraba el miedo a fallar y fallaba.

La mitad del tiempo entrenaba con el putter, aprendió a leer, así llamaba el profesor a ver las inclinaciones y la dirección que había que aplicar para embocar o dejarla dada. Lo consiguió, se convirtió en un virtuoso del green, aquel lugar dejó de tener secretos para él y era donde se encontraba a gusto. Pero este resultado, en vez de ser un éxito, trasladó el miedo y la inseguridad al resto del campo.

El profesor le pidió que no viniese por allí en un mes por lo menos, que se dedicase a otra cosa, a ligar, a hacer el burro… Y eso fue lo que hizo, recuperar a sus amigos, hacer el burro con ellos e intentar ligar. Le gustó su nueva vida, tanto que no veía el momento de volver. Su padre, torpemente, se lo recordó, reafirmando su decisión de abandonar el golf.

Nunca supo si fue un problema de conciencia o el deseo imperioso de volver a empuñar un palo, el caso es que no paraba de soñar con el golf, se veía en el campo haciendo recorridos perfectos, entregando la tarjeta en la casa club y viendo la reacción del profesor que siempre era la misma: la miraba y se limitaba a soltar «¡humm!».

Inició una cruzada, una misión imposible, la de convencer a sus amigos de lo divertido que podía llegar a ser el golf, de que había que probar más cosas, les invitó a que, por lo menos, pisasen el campo. El caso es que volvió y lo hizo con todos sus amigos, unos protestando, otros llenos de curiosidad. Alquilaron unos palos y se dirigieron al campo de prácticas, se convirtió en su monitor y, cuando algunos estuvieron enganchados y los otros habían dejado de protestar, los puso en manos del profesor.

Volvió, sí, pero con refuerzos.

Salía al campo con ellos, jugaba despreocupado y, sin embargo, su tarjeta era la de sus sueños. Para su sorpresa y la del profesor, sus amigos se empeñaban en hacerlo bien.

-Ya que estamos aquí… – se justificaban.

El profesor estaba encantado por tener tantos alumnos interesados y él bromeaba con pedirle una comisión. Sus amigos dejaron de alquilar los palos y se compraron los propios. Antes quedaban en el bar, ahora quedaban en el campo para dar la clase, hacer un recorrido y acabar comparando tarjetas y comentando las partidas. El que parecía haberse olvidado de él era su padre. ¡Por fin!, pensó. Pero un domingo se presentó al término de la clase con la pretensión de salir al campo con ellos.

Miró al profesor pero éste le hizo un gesto para hacerle entender que no había intervenido en aquello. Miró a sus compañeros que quedaron expectantes. Decidió callar.

-Si molesto, saldré solo. – probó suerte. Pero nadie le tuvo lástima. El profesor fue a intervenir pero ellos ya habían formado dos partidas de cuatro y se dirigían al hoyo uno.

En el hoyo dos ya se había arrepentido, se disculpó con sus amigos, miró al profesor que sonreía divertido y volvió al hoyo uno donde su padre había comenzado el recorrido.

-Lo siento – se disculpó – pero no entiendo tu interés por jugar con nosotros.

-Quiero saber como os va.

-Ya no tienes quien te informe, ¿no es cierto?

-Es mejor la información de primera mano. Espero que no te moleste.

-Me molestó primero que me obligases y después que te informaran. Y lo de hoy es el colmo.

-Llevas razón. A ver qué tal juegas, pienso ganarte. – Colocó el tee y sacó la madera para iniciar el hoyo dos.

Cada golpe era una sorpresa, su padre jugaba casi como el profesor, con naturalidad y oficio, tenía técnica y un montón de recursos. Sin embargo tuvo cuidado de no corregir el juego del hijo y se concentró en el propio.

Al acabar el hoyo nueve llamó a su padre a la sombra, necesitaba que le explicase muchas cosas.

-Si jugabas así, ¿por qué no me diste tú mismo las clases?

-Al ver tu resistencia no lo creí oportuno. En cuanto a tu profesor le pedí que me informase si faltabas a la clases, nada más.

-¿Por qué tanto interés en que jugara al golf, por qué llegaste a obligarme?

-Me sentí obligado.

-¿Qué?

-Tu abuelo me obligó a mí y terminé agradeciéndolo. Cometí el mismo error que él, sé que debía haberte motivado de alguna manera pero tuve miedo y terminé haciendo lo mismo.

No volvieron a hablar del tema, estuvieron pendientes sólo del juego y disfrutaron de él.

Pasó más de un mes sin injerencias de su padre.

-¿Por qué no sales al campo con tu padre?

La pregunta del profesor le pilló por sorpresa y decidió ser prudente preguntando a su vez.

-¿Por qué no me lo pide él?

El profesor tardó en responder pero decidió hacerlo a riesgo de parecer un metomentodo.

-Cree que te avergüenzas de él.

-¿Por lo del otro día?

-Así es.

-Mis amigos estaban presentes, – intentaba ser convincente – tiene que entenderlo.

-¿Ahora te dejas guiar por ellos? Creía que era al revés; de hecho, ellos están aquí por ti.

Se fue del campo enfurrruñado. Estaba harto de aguantar que le dijesen lo que tenía que hacer y, al mismo tiempo, no podía dejar de reconocer que, mucho antes de que el profesor lo plantease, él mismo se lo decía. Así que no sabía si se enfadaba con los demás o consigo mismo por esperar a que otros vinieran a confirmarle lo que ya sabía.

El domingo se acercó a su padre sin saber todavía cómo empezar, mas su padre también lo buscaba.

-¿Jugamos unos hoyos?

-Eso mismo iba a decirte. Un amigo va a venir, ¿te importa?

Quedó contrariado, no quería ir a jugar con dos «viejos aburridos». Reaccionó bien, al contrario del que iba a ser su primer impulso.

-Es perfecto, llamaré a uno de mis amigos y jugaremos por parejas.

Padre e hijo formaron pareja. Se cuidaron de reprocharse nada. Perdieron. A cambio, su amigo estuvo encantado de ganarle y lo divulgó. La modalidad se puso de moda y más de uno asistía acompañado del padre. Lo mejor es que le atribuyeron la idea.

Tras aquello, jugaba con su padre y contra su padre. El profesor llegó a decirle que lo había superado. No hubo acuerdo al respecto.

Ahora eran rivales. También eran un padre orgulloso de su hijo y un hijo que admiraba a su padre.

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