Cuando salíamos para recorrer una gran distancia, siempre sin saber el destino ni tampoco el objetivo, intendencia iba a llevarnos el desayuno.
Consistía éste en un chusco con algún fiambre y la única diferencia era el tipo de embutido: salchichón, chorizo o mortadela. Hasta ahí llegaba la variedad La sorpresa se produjo cuando nos dieron el chusco y nada más; me quedé esperando, dándole vueltas al bollo hasta que el repartidor me apartó de la fila con un ligero empujón.
-Siguiente, siguiente.
-¿Qué nos dan hoy? – preguntaban los que esperaban.
-Se han olvidado de algo – dije levantando la pieza por encima de la cabeza.
Pero había un tufillo en el aire y no había que ser una nariz privilegiada para distinguir el chorizo.
-Es un «bolllu preñáu», ignorantes – nos instruyó el repartidor de intendencia, gordo y orondo por encontrarse tan cerca la tentación – morded y sabréis algo más.
Lo hice. El pan se había cocido con el chorizo dentro e intentaba salir por los poros en forma de grasa. Nos duró poco, en parte por ser tan pequeños los bollos, en parte por estar tan ricos. Descubrimos así una curiosa especialidad gastronómica de aquella tierra.
-Se puede repetir, ¿no? – pidieron varios.
Mas el robusto intendente recogió todos los bártulos, cerró la puerta del camión y se despidió sin adiós, dejándonos con la boca abierta por el hambre.
No quedó ahí la cosa. Este desayuno había roto la monotonía y gustó tanto que pareció muy poco. Formamos un grupo y fuimos en embajada hasta el capitán que paseaba por allí en contemplación. En estas ocasiones echábamos de menos a Alejo, ahora consumado jardinero y que hubiese sido el portavoz sin duda. Ante su ausencia asumí ser el vocero.
-A sus órdenes, capitán. ¿Podemos hablar con usted?
-¿Qué os pasa ahora? – preguntó condescendiente. – Siempre tenéis alguna queja. – Al verlo en esa actitud supimos que la misión podía tener éxito y seguí adelante
-Hoy el desayuno ha sido escaso. Nos hemos quedado con hambre – fui al grano.
No se paró a responder. Ni corto ni perezoso llamó al de la radio quien se presentó con ella a la espalda.
-Llama a intendencia.
Como siempre se puso de nuestra parte. Sabíamos que no nos dejaría en la estacada, nos exigía mucho pero nunca permitía que pasáramos hambre. «Hasta ahí podíamos llegar», decía.
Los de intendencia dieron la vuelta y tuvimos un segundo bollo que, por deseado, saboreamos con más intensidad que el primero. El capitán aumentó su aureola y siguió con la contemplación.
Tampoco paró ahí la cosa. Aquel día la comida sería la protagonista. No volvimos al cuartel como otros días sino que seguimos avanzando en dirección contraria.
-Hoy no llegamos tarde a las duchas, seguro – ironizaba alguno.
-Simplemente no llegamos – apostilló otro.
-Eso pasa por pedir favores, – aseguró alguien que iba en la cola – al final hay que devolverlos y éste nos va a costar caro.
Yo, que había sido el portavoz, procuré mantener la boca cerrada y deseé que el capitán no tuviese muchas ganas de andar.
Empezó a llover con fuerza. En un minuto estábamos empapados. El capitán no contaba con esto pero reaccionó con rapidez, nos hizo salir del camino e iniciamos una ascensión por una ladera con riscos que tendían a descender a cada paso que dábamos haciéndonos resbalar. A pesar de la dificultad llegamos a un nuevo camino y, siguiéndolo, divisamos un refugio natural, una especie de cueva poco profunda formada por una gran terraza con visera. Nos sentamos en el suelo buscando el resuello, el capitán nos miró disgustado pero no dijo nada.
El capitán llamó al de la radio. Oímos que daba unas coordenadas y una hora. Como la lluvia no daba tregua nos pusimos en camino sin esperar más. A la hora fijada llegamos a un camino más ancho y nos detuvimos. Aquel debía ser el lugar señalado mas allí no había nadie. Empezamos a preguntarnos quién hacía esperar al capitán y advertimos como éste se ponía rojo aumentando la intensidad a medida que los minutos transcurrían. No dijo ni media, empezó el descenso por aquel camino dando grandes zancadas; para seguirlo debíamos correr con la mochila golpeando en la espalda.
El camino dejó, poco a poco, de ser descendente para convertirse en llano. Justo ahí descubrimos que unas rocas se habían desprendido impidiendo a un REO de intendencia llegar hasta nosotros. El capitán les pidió explicaciones mientras comíamos.
Llegamos a las 9 de la noche, las 21:00 que se había marcado el capitán. Nos ordenó ir a la compañía y regresar a las duchas que, por una vez, se abrieron con toda el agua caliente para nosotros. Nos dio media hora para ducharnos y vestirnos, todo un lujo que disfrutamos a nuestras anchas. El comedor se nos abrió a las 22:00, hora elegida por el capitán. Disfrutamos de una cena sin prisas y el capitán, más relajado, la compartió con nosotros. Hiló algunas frases para comentar el día tan ajetreado, lo que para él era ser locuaz. De alguna forma intentaba disculparse por el remojón imprevisto. Terminó el primero y se levantó.
-Ustedes pueden tomarse su tiempo. Hasta las once. Que descansen.
Respondimos todos a la vez y le arrancamos una sonrisa. Todo un logro.
Radio Macuto divulgó aquel episodio haciendo hincapié en la trifulca entre el capitán e intendencia. El bollu preñáu se sumó a la exigua lista de bocadillos pero se presentaba en una edición de mayor tamaño.