El páter se había embarcado en una nueva misión y no es que fuera a viajar para predicar el evangelio, los que pensaba convertir éramos nosotros o, mejor dicho, me encargó a mí hacer una lista de diez para viajar a Covadonga. Siete días fuera del cuartel en un ambiente de naturaleza me hacían pensar que reclutar un grupo tan reducido iba a ser fácil. En principio a todos les parecía muy atractivo pasar unos días en el primer parque natural de España y por eso mismo desconfiaban al poco de mi propuesta y me hacían una pregunta tras otra.
Procuraba acercarme, por considerarlo más lógico, nada más que a los que veía en misa; todos reaccionaban favorablemente hasta que sabían que la semana de «vacaciones» estaba dedicada a ejercicios espirituales. Sopesaban los pros y los contras y solían declinar la oferta aun siendo tentadora. Tuve que ampliar el campo de búsqueda y me fui a convencer a los que serían mis próximos compañeros en la compañía de destinos; allí obtuve tres candidatos y, cuando corrió la voz, se presentaron muchos más de entre los que tuve que elegir a cinco utilizando como único criterio la causa que ellos argüían para querer ir. Sólo elegí a los que me parecieron sinceros. La lista quedó completa con Alejo y yo mismo.
«París bien vale una misa» era la frase más pronunciada por los componentes del grupo y yo les aconsejaba que tuviesen cuidado y que fueran poniendo cara de niños buenos. Aun habiendo grandes diferencias a todos nos unía el deseo de salir de aquel infierno para ir a un lugar que, de seguro, sería más civilizado.
El autobús partió al atardecer y vino a parar en Cangas de Onís donde cenamos unos chorizos a la sidra cuyo sabor me gustaría recuperar ahora. El dueño del bar presumía de que esta ciudad había sido la capital del Reino de Asturias y desde donde partió Don Pelayo para comenzar la reconquista. Poco después, en Covadonga, nos alojamos en una casa de construcción moderna, limpia como los chorros del oro, en habitación individual, con una cama amplia y un colchón de muelles. Dormí a pierna suelta y me despertó un civilizado toque a la puerta.
Un comedor enorme para nosotros diez nos pareció otro lujo más. Tomamos un desayuno novedoso y discreto, escaso para muchos; así serían todas las comidas durante nuestra estancia.
-¡Qué poquito comen estos curas! Yo voy a pedirles algo más – decidió Alejo que no se conformaba fácilmente.
Así lo hizo y, a pesar de decirles que estaba muerto de hambre, no consiguió más que una sonrisa comprensiva y un no rotundo.
No empezamos los ejercicios aquella mañana, nos dedicamos a visitar el lugar: la gruta de la «Santina» con la imagen de la virgen de Covadonga, patrona del principado, a la que se le atribuye la intervención milagrosa para conseguir la victoria en la batalla de Covadonga , la basílica, la estatua en bronce de Don Pelayo, el museo, la Campanona, una campana de cuatro toneladas que ganó el primer premio en la Exposición Universal de París de 1900 y que ahora se utiliza sólo como objeto decorativo.
Aquella tarde empezó el suplicio, las charlas se hacían interminables y monótonas, llegaban a ser aburridas quizás porque no las hacían participativas. Nos habían dado unos folios y un bolígrafo donde tomábamos apuntes y dibujábamos según inspiración. A algunos hubo que darles un codazo para evitar que diesen cabezadas. Hubiera sido peor con un almuerzo abundante.
A la mañana siguiente, tras el desayuno, nos enseñaron un par de canciones que utilizaríamos a menudo, sobre todo una que hablaba de colores y flores de primavera. Uno de la segunda se dedicó a hacer caricaturas de los conferenciantes. Lo pillaron, claro está, mas lejos de montarle un pollo, le dieron cartulinas y lápiz carboncillo. El último día expusieron todas las obras que quedaron de su propiedad sin que el autor protestase.
Alejo recordó los tiempos en los que sacaba de sus casillas al alférez del CIR. Estuvo en su línea con intervenciones que pretendían poner en apuros al orador.
-Si nuestro destino está escrito, ¿por qué tener miedo a la muerte, a qué viene el instinto de supervivencia?
-Siendo Dios bueno y todopoderoso, ¿por qué permite tanta desgracia?
Sin embargo los «apurados» preferían al Alejo hablador y preguntón que a los silenciosos escritores abriendo boca y se basaban en sus disparatadas preguntas para llamar la atención de todos. Una vez más Alejo podía presumir de sacarnos del sopor y la monotonía
Así transcurrían los días hasta que en el quinto nos anunciaron que dedicaríamos la mañana a visitar unos lagos, Enol y Ercina. Era una excusa para que nos despejáramos después de varios días de encierro. Subimos en autobús cuyo conductor debía conocerse la carretera como la palma de su mano pues la niebla impedía ver nada. En un momento dado detuvo el ruidoso vehículo, descendimos de él y nos aseguraron que ahí, ante nosotros, estaban los lagos pero que la niebla nos impedía verlos.
-Mala suerte, aunque es lo normal – comentó el chófer.
Los últimos días se hicieron menos pesados, conocíamos a los intervinientes y provocábamos interrupciones que ellos aceptaban de buen grado pero sólo por un rato. El último día lo dedicamos a hacer redacciones y la caricatura de grupo para luego exponerlas y poder leerlas todas. Más adelante, como era previsible, pudimos comprobar que todo el material llegó a manos del páter.