Mili una historia. Capítulo 40. El catalán y el vasco

Cada uno recibe la educación que recibe. No se pueden elegir los padres ni tampoco los maestros, mucho menos la época o el lugar donde naces o transcurre tu vida.

A mí me enseñaron las regiones de España, las provincias y las capitales de provincia. 1977 era época de cambios y se hablaba ya de autonomías dentro del estado. Había oído hablar de «País Vasco» pero no de Euskadi por lo que la primera vez que se lo oí a un vasco pequeño, casi un enano, fuerte, de mostachos enormes y arrogante, lo pregunté y obtuve su respuesta con voz afectada y grave:

-Euskadi es Euskadi.

Diciendo esto se arrimó a mí desafiante, sacando pecho que no llegaba al mío pese a su intento. Estábamos en la cantina y enseguida se formó un corro entorno a los dos. Pensé en las consecuencias de una pelea y me pregunté cuál sería el motivo.

-¿Es obligatorio llamar así al País Vasco? – pregunté empeorándolo aún más. Lanzó un puñetazo que llegó a las costillas. Dolorido mantuve la posición por no ofrecerle la cara y lancé una patada que fue a dar en su barriga, él sí se agachó y lancé otra patada que impactó en su cara. Cayó boca arriba.

-Nada se aprende a golpes. Si te gusta Euskadi difúndelo con más gracia – le dije sin esperar a que se levantase.

No dijo nada, ni entonces ni después. A partir de ese momento procuraba tenerlo controlado. Lo veía siempre solo y malhumorado o, al menos, daba esa impresión.

-Es un buen chaval, – me dijo un día Alejo, bien relacionado con todo el mundo – es que se ha tomado muy en serio lo de un Euskadi independiente y dice estar amargado por servir a un país que no es el suyo.

-¿Eso te ha dicho?

-Sí, cuando le he preguntado por tu pelea me ha dicho que no la recuerda. Es una forma de decir que, para él, es agua pasada. También le he dicho que se podía haber librado por corto de talla.

-¿Te has atrevido a preguntárselo?

-No se ha enfadado, me ha dicho que sí la da, que mide más de 1’55 y que le sobran cojones.

Nos echamos a reír. Intenté un acercamiento y aproveché que venía con frecuencia a la biblioteca para abordarlo.

-No hace falta que te disculpes, – me dijo al acercarme – yo empecé la pelea.

-Debo decirte que te entiendo, que todo está cambiando y que las autonomías serán un hecho en breve.

-No es suficiente. Pero vamos a dejar aquí la conversación.

No esperé a que me lo dijera dos veces.

Todo esto de la independencia de algunas comunidades estaba a flor de piel. En un pub, tras la cena clásica de patatas fritas, huevos y chuletas,  vi como lloraba un catalán destinado en las oficinas. Hablaba de su tierra, del PSUC haciendo un juego de palabras que le resultaba gracioso y cantaba L’Estaca de Lluis Llach. Mientras hacía todo esto era capaz de llorar al mismo tiempo, mezclando la añoranza por su tierra con las ideas políticas, la canción protesta y su deseo de acabar la mili y volver a su tierra.

A pesar de la paciencia y la inclinación de Alejo por las causas perdidas no pudo digerir aquel espectáculo.

-¿A qué viene esto, hombre? ¿Cuál es tu desgracia que te hace tan infeliz?

-Mi desgracia es estar aquí – respondió gimoteando. Tenía la cara muy blanca y llena de pecas, las lágrimas bajaban hasta los labios antes de que pudiera limpiarlas.

-Todos estamos aquí y lo soportamos sin parecer magdalenas.

-Pero tú eres andaluz – dijo por decir algo provocando las risas de todos sus compañeros de oficina.

-¿Quieres decir que somos insensibles? – intervine queriendo dar algún sentido a sus disparatadas palabras.

-Quiero decir que no sabéis hacer otra cosa que echar la siesta.

Aparté a Alejo que iba a por él e intenté razonar con aquel tontaina.

-¿Qué respeto quieres que te tenga si a mí no me respetas? ¿Piensas que eres superior por ser catalán? Pues eso se llama fascismo.

-Nunca un andaluz podrá ser como un catalán, digas lo que digas. – Había dejado de llorar y ahora mostraba sus verdaderos sentimientos: egoísmo y desprecio por los demás.

-No me gustaría parecerme a ti pero estoy seguro que la mayoría de los catalanes, por fortuna, tampoco se te parecen.

Aquí intervino Alejo sin que yo pudiera evitarlo; se coló por debajo de mi brazo apoyado en la barra y se colocó frente a él haciéndole echar el cuerpo atrás.

-Escucha, – le dijo al que había perdido la poca color que le quedaba en la cara – pon tus manos sobre la barra.

Las puso al mismo tiempo que Alejo.

-¿Quién dirías, a la vista de las manos, que trabaja más? Fíjate que las mías tienen callos y las tuyas no.

-¿Qué tiene que ver eso?

-Exacto. Tu trabajo en la oficina y el mío con la tierra son diferentes. Podría despreciar el tuyo y decir que yo me esfuerzo más. ¿Estaría en lo cierto?

-Claro que no.

-Entonces, ¿quién te da derecho a pensar y decir que los andaluces no trabajan y que los catalanes sí?

Esta vez no respondió. Había dejado de llorar y se limpiaba los mocos mientras miraba a la cohorte administrativa pidiendo ayuda.

-Soy almeriense, andaluz y español. – Ahora le hablaba muy bajito – Esto no me hace ni más ni menos que otro. Pero cuando esté en la compañía de destinos te buscaré.

-¿Me estás amenazando? – acertó a decir.

-Te buscaré para hablar de respeto y amistad. Al final haremos buenas migas, ya lo verás.

Le dio un par de palmadas en el hombro, agarró la copa y la alzó para brindar con él. No sabía si cambiaría de compañía pero sí que lo buscaría para cumplir su promesa. Este chico ya podía contar con un amigo más porque Alejo no iba a rendirse.

De camino al cuartel pensaba si la añoranza o el amor por la tierra y el orgullo de pertenecer a ella era patrimonio de unos pocos o era un sentimiento universal. Llegué a la conclusión de que ese sentimiento se repetía en cada persona pero que no merecía la pena llevarlo al extremo de la violencia y el llanto que ni la cambiaban de nombre ni te transportaban hasta ella. Que cada uno sea libre para llamar a su tierra como le apetezca y para tener las ideas políticas que más le convenzan. Que también tengan los pies en el suelo y miren a su alrededor. Comprobarán que no están solos.

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