Mili una historia. Capítulo 51. Un nuevo reemplazo

Al anochecer del siguiente día llegó el nuevo reemplazo. Repasé mentalmente lo que pasé yo en tales circunstancias y me preparé para ayudar en lo posible.

Alejo volvía al cuartel todas las noches, llegaba tan tarde que se perdía la cena casi siempre . Aquella noche se mostraba lleno de curiosidad por ver los toros desde la barrera. El escándalo había empezado y se oían los gritos que resonaban por todo el cuartel. Otra vez me pregunté por qué los mandos hacían oídos sordos ante un espectáculo tan denigrante y bochornoso. Le pedí que me acompañara a la tercera.

-¿Para qué? – preguntó perplejo.

-Para ayudar a los novatos.

-¿Qué? Conmigo no cuentes, me voy a dormir que mañana tengo mucha labor. – No me dio tiempo a insistirle y nos separamos, él subiendo y yo bajando las escaleras.

Los gritos que buscaban amedrentar a los novatos cesaron cuando éstos subieron a cenar. Aproveché para entrar en la tercera y hablar con los que habían sufrido la humillación tres meses atrás. Intenté convencerlos de que no debían devolverla a los que nada sabían. En vano lo intenté, estaban dispuestos a hacer sufrir a los recién llegados toda clase de ignominias. Hablé con los que iban a estar esa noche de imaginaria y les advertí que ellos serían los responsables de lo que pasara, que debían llamar al sargento. Me miraron sin dar crédito a lo que oían.

-¿Acaso crees que serviría de algo?, ¿no conoces al sargento?

Fui rodeado por los de mi reemplazo que seguían en la tercera.

-Tú eres el mismo que nos aconsejó aguantar sin hacer nada. ¿Te acuerdas o no te acuerdas?

-Sí, pero…

-¿Ahora quieres que nos enfrentemos a los demás para defender a unos novatos a los que no conocemos? ¿Nos corresponde a nosotros?

Debí reconocer que tenían razón. Nada había cambiado desde nuestra llegada. Los verdaderos responsables, con su desidia durante décadas, habían hecho que la llegada de novatos fuese el detonante para el desorden, el caos, la indisciplina permitida. ¿Tenía que suceder una desgracia para cortar de raíz aquella nefasta y vergonzosa costumbre? ¿Es posible que hubiera pasado y sido ocultada?

Esa noche fue sonada. Estos novatos no eran tan sumisos, hubo numerosos enfrentamientos que no llegaron a la categoría de batalla campal porque los más juiciosos lo impidieron. Mas el daño estaba hecho y sólo había transcurrido una parte del encuentro.

En la segunda los novatos estaban preparados y se adelantaron a sus rivales. Los primeros cubos, bien cargaditos con agua y colorante, cayeron en las literas seleccionadas. La respuesta no se hizo esperar y los sorprendidos amarillos pasaron a la venganza; a partir de ese momento todo valía, hasta las puertas arrancadas a las taquillas. Nadie hubiese vaticinado el nivel de violencia que se alcanzó, el número de heridos resultante y el fragor que dominó al silencio propio de la noche.

Todas las compañías, en mayor o menor medida, vivieron de igual manera una noche vergonzosa. Esta vez, hacer la vista gorda, hacerse el sueco, hacer oídos sordos, hacerse el tonto… era mucho no hacer nada. No pudieron dejar de ver las compañías anegadas, con daños en el mobiliario y en las piezas de los lavabos, la enfermería restañando heridas, los rescoldos sin apagar y las partes que quedaban por jugar para buscar el desquite.

Reaccionaron como se esperaba, buscando responsables entre la tropa: cayeron en el saco los imaginarias, los «propietarios» de taquillas destrozadas y los supuestos líderes; todos fueron reunidos en el calabozo cuyo aforo fue rebasado. Los sargentos estaban obligados a dormir con la puerta abierta y a ser informados después de cada imaginaria. También los capitanes tomaron cartas en el asunto y se encargaron, desde el alba hasta el anochecer, de mantener a todos ocupados para que acabasen muertos de cansancio. Por supuesto no había permisos de ningún tipo, fueron cerradas la biblioteca y la cantina, los breves descansos se disfrutaban en los patios al raso, casi siempre bajo el orvallo.

El coronel no aflojó hasta pasados diez días. Supongo que llamó a capítulo a los oficiales que se dieron por aludidos y se sintieron muy molestos. Casi todas las noches los imaginarias recibían visitas de los capitanes, llamaban al sargento que dormía vestido y daban los cuatro juntos un paseo.

A pesar de todas las medidas quedaba una parte por jugarse. El árbitro había intervenido calmando los ánimos pero los rivales seguían siéndolo. Curiosamente los veteranos eran los más ofendidos y los que más ganas tenían de volver a la batalla, no paraban de lanzar bravatas y amenazas pero, para su sorpresa, la respuesta de los «chivos» no se hacía esperar. Estaba claro que ninguna de ambas partes iba a ceder. Eso lo sabía todo el mundo, incluidos los oficiales, pero nadie estaba dispuesto a evitar el choque. Hubiera sido faltar a la tradición y acabar con las buenas costumbres.

Cuando cesaron las visitas nocturnas de los capitanes y los sargentos volvieron a dormir a puerta cerrada, con los habitantes del calabozo ya presentes, los contendientes volvieron al campo para dirimir un nuevo asalto. Los novatos, menos en número, perdieron por mucho, recibieron golpes de todos los colores pero demostraron que no iban a tolerar las novatadas y que tampoco iban a rehuir los enfrentamientos.

Y los responsables volvieron a las andadas, ni el sargento hizo acto de presencia ni informó al capitán. El coronel era feliz y aquí no había pasado nada.

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