La peor cara (Elegía)

 

Se me fue mi primo, más bien mi hermano. La enfermedad le mostró su peor cara.

– Me ha tocado a mí, primo – me decía cuando lo visitaba.

Te tocó el cáncer, maldita enfermedad, implacable, con su lanza ponzoñosa y despiadada. Y en el peor momento. Joven y en circunstancias familiares muy especiales. Con tus mellizos de dos años, la alegría de todos, que quedan sin su padre, su amor incontestable; los ibas a malcriar, lo sé, los ibas a defender frente a quienes fueran a reprenderles.

– Déjalos, coño. Que no lloren mis niños.

¡Qué padrazo! Pero los mellizos no van a ser los únicos en sentir tu falta. En lo que a mí respecta echaré de menos que me cambies el nombre según vista, aunque sea por los calcetines; que me llames borracho por lo que bebí o capullo sin ton ni son, dándome oportunidad de devolverte cada «insulto» para que no decayera la fiesta. Tus hijos mayores también se vieron rebautizados para «cabrearlos«, como buen Aparicio. Tú que hasta te mordías la lengua en tus «cabreos«, como buen Andrés.

¡Qué habilidad para dar nombres nuevos o prestados!. Tú que fuiste tan poco original para poner nombres en el registro civil. ¡La que has liao!. En los DNI, o miran el número y segundo apellido o los llevan a comisaría.

Tenías mucha coña. Ganas de reír. Con todos y de nadie. Bueno, de nadie… Y en la boca la sonrisa, la ironía para provocarla, la chanza, lo que hiciera falta. ¡Qué sentido del humor! Inquebrantable. Hasta el final, cuando las fuerzas faltaron, ahí estaba la media sonrisa, el querer corresponder al cariño de los que te lo mostraban sin condiciones, aunque fuera con un gesto muy vago pero suficiente, que llegaba al corazón y se percibía. Al final te tomamos en serio.

Nos casamos y nuestros hijos nacieron con días o escasos meses de diferencia.  No recuerdo ninguna discusión entre nosotros, hubiera sido difícil que tal cosa sucediera. Nos tirábamos los trastos en broma, así sin más. Para nunca hacerlo en serio.

Nos quedaron muchas cosas de qué hablar, de momentos y recuerdos compartidos. ¿Te acuerdas cuando…?

Cuando, como mi alumno, aprendiste francés a tu manera, con acento propio.

Cuando en 1992 volamos a París para la inauguración de Eurodisney, con nuestros hijos de diez y cinco años.

Cuando empujábamos a tu Seat Málaga empeñado en no arrancar por las buenas.

Cuando se nos ocurrió, por primera vez, comer una hamburguesa y te encontraste con un pelo. Te pasó por curioso.

Cuando bromeábamos  a costa del Skoda de tu padre, convencido de la fiabilidad de su coche. El pobre acabó contra una pared del garaje. ¿Quién lo llevaría hasta allí?

Cuando íbamos al pueblo con los niños para pasar unos días, jugar con ellos y contarles historias de miedo. No volvieron a pisar cierta habitación.

Cuando, con tus ideas políticas, llegabas a desesperar a mi padre: «Mira Enriquito, mi paciencia tiene un límite y se me está agotando». Abandonabas la casa, por si acaso.

Cuando le pedías a Tina que hiciese ataquitos (¡Ataca Tina!) y, tras abrirle la puerta, salía como un sputnik ladrando y sin saber muy bien a dónde ir.

Cuando te empeñaste en regar el jardín al anochecer y te devoraron cientos de mosquitos. Acabamos en el hospital vigilando para que no te pusieran el desfibrilador. Te salió la vena veguera.

[…]

Decidiste irte lejos, a miles de kilómetros, buscando otro modo de vida. Supongo que lo encontraste por el tiempo que allí permaneciste. Todo dio un vuelco pero nada cambió básicamente. Aunque, permite que te lo diga, nunca llegué a entenderlo. Si fuiste feliz, que no lo dudo, me alegro. «Hay que abrazarlo todo«, decía tu madre.

Allí también nos vimos en un par de ocasiones. La segunda para la boda de tu hijo mayor. Todos felices, tan felices que no queríamos volver. Lo hicimos morenos, cargados de anécdotas y más pachorra.

Escaso contacto durante una década. Mas volviste para en breve dejarnos. Esta vez definitiva. Con una mujer y tres hijos que te hacían feliz. «Mi amor» los llamabas y afirmabas no necesitar más.

Te fuiste entre  lágrimas y palabras de cariño. Las oías, te reconfortaban y las llevaste contigo. Para lucirlas y presumir, como medallas luchadas, ganadas y merecidas. Tanto diste, tanto llevaste.

Creo que tu alma sigue amando entre los que fueron  a los que seguimos siendo. Creo que seguirás presente cuando evoquemos más de lo que ya recordé, nos llamemos por el alias, miremos a tus hijos, a tus nietos y discutamos de parecidos y rasgos heredados.

 

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entradas relacionadas

Comienza escribiendo tu búsqueda y pulsa enter para buscar. Presiona ESC para cancelar.

Volver arriba