El vendedor de sombras

Los hombres habían talado los árboles. Al principio no pensaban más que en conseguir la madera para construir sus casas, sus muebles y utensilios, sus barcos…

Tan inmensos eran los lugares que ocupaban que llegó el momento en que estorbaron a los hombres, en continuo crecimiento. Así que fueron cayendo uno a uno, derribados con suma facilidad ejemplares orgullosos que, tras años de crecimiento, habían alcanzado gran altura en dura competición con sus hermanos, a la búsqueda de la luz para sus hojas. Dejaban de ser útiles para tantas cosas y dejaban libre el escaso espacio que ocupaban.

Las extraordinarias extensiones arboladas iban reduciéndose gradualmente para convivir con los pueblos, las urbes y los campos destinados al cultivo y la ganadería.

Los árboles pasaron de poseer la tierra a vivir confinados en reservas, protegidos frente a la especulación y la voracidad. Y ni aun así  el hombre podía evitar que el fuego se apoderase de ellos a pesar de los medios destinados a combatirlo.

Todos los años miles de hectáreas con árboles desaparecían devorados por el fuego, ahora su peor enemigo.

El hombre iba tomando conciencia de lo que suponía la pérdida de un ser vivo que le procuraba oxígeno y los protegía a él y a los animales. Demasiado tarde. Era tal el deterioro que la temperatura había aumentado, el sol llegaba de forma directa sin que nadie pudiera filtrar sus rayos. El suelo, antes compactado por las raices, era arrastrado y erosionado por las aguas.

Se perdió la sombra, la auténtica, la natural, la que los árboles regalaban. El hombre intentó sustituirla de manera artificial y resultó más cara y en absoluto satisfactoria.

He aquí que aparecieron los vendedores de sombras, hombres de negocio que con ingenio y el don de la oportunidad fueron capaces de clonar las sombras de los escasos árboles, de los más frondosos, sombras que proporcionaban fresco y el mismo efecto que las cremas protectoras de la piel.

El éxito del negocio fue rotundo desde el inicio. El comprador podía llevarla consigo a donde fuere o utilizarla en casa, en el jardín o en la terraza. Los resultados fueron los anunciados y los precios se amoldaron a la duración contratada.

El gobierno quiso aprovechar la coyuntura y hacer negocio. Estableció un impuesto derivado de la utilización de los árboles, un bien común, y otro por registrar una patente con secreto de fabricación y autorizando el derecho de explotación en exclusiva. Los vendedores los aceptaron sin rechistar, tales eran los beneficios que obtenían.

Hasta que los árboles dijeron basta y decidieron desvirtuar las sombras, de forma que los clones carecieran de las virtudes que los hacían deseables y rentables para sus inventores.

Al tener los clones primitivos fecha de caducidad el negocio se vino abajo siendo demandado por miles de compradores que no habían obtenido del producto lo prometido.

El gobierno dejó de obtener ingresos sustanciosos y debió calmar a ciudadanos cabreados a los que no servían ni las sombras de los parques.

Pero el hombre no aprendía de la experiencia acumulada. Reaccionó airadamente decidiendo que si los árboles ya no les servían más que de adorno los talarían para aprovechar su madera. Los árboles, asustados, volvieron a proyectar una buena sombra para cobijo de los que a ellos se arrimaban, aunque fuese con la peor intención o ningun agradecimiento.

Los vendedores de sombras volvieron a hacer su agosto y se sintieron obligados a cuidar de los árboles, mimándolos y transmitiendo a los niños su importancia y la necesidad vital de procurar su propagación aun a costa de prescindir de espacios destinados a otros fines que habrían de considerarse secundarios. Al fin y al cabo no hacían otra cosa que devolverles lo que no debió dejar de ser suyo.

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