El siguiente partido lo jugaron en casa frente al líder. El míster dio instrucciones a todos menos a él que lo interpretó como una concesión de total libertad.
En el descanso perdían por cero goles a dos y el vestuario rebosaba silencio. El míster no había bajado como acostumbraba. Por la razón que fuese todos lo miraban; él intentaba escabullirse pero sabía que debería hacer frente a la situación antes de volver al campo.
Les hizo ver la grandeza del rival, la dificultad del partido y el marcador tan desfavorable. Y cuando los vio con la cabeza apuntando al suelo les preguntó si no se sentían capaces, les animó a intentarlo, les aseguró que el público empujaría y, que si ellos lo daban todo, ganarían. Por último, les retó: él volvería al campo para ganar con o sin ellos. Las caras cambiaron: si a él no le importaba ganar y estaba dispuesto a ello, cuánto más ellos que lo deseaban siempre.
Lo dieron todo y ganaron, con el entusiasmo y ardor de diez y la frialdad y condición física extraordinaria del que les había prometido y logrado la mejor victoria, la más increíble y difícil. Se convirtió en el héroe muy a su pesar.
Había visto de lejos la estratagema del míster. Había conseguido involucrarlo sin haber intervenido, al menos aparentemente. Se propuso colaborar en la motivación del equipo, pero no hasta el punto de permitir que los resultados lo afectasen.
Y así fue en adelante. Curiosamente, su frialdad, la despreocupación que mostraba antes del partido, infundía calma en sus compañeros y el número de errores al principio del encuentro, causados por el nerviosismo, descendieron notablemente.