El trato

burroPor los días que nací eran muy apreciadas las caballerías, desde el borrico hasta el caballo pasando por el mulo, por su gran utilidad para montar, cargar, transportar e intervenir en las labores agrícolas. De manera que a lo largo del año se celebraban en los pueblos más grandes de la región ferias de ganado para mercadear con estos y otros animales.

Un labrador con familia numerosa,  habiendo alcanzado algunos hijos la edad y las fuerzas necesarias para trabajar la tierra, quiso comprar otro animal para ayudar al que ya tenía, un borrico dócil y fuerte aunque entrado en años. Los reunió a todos en el porche y les informó de sus intenciones.

– De aquí a dos días habrá una gran feria en Medina. – Tuvo que parar el impulso de los más pequeños que aplaudían viéndose vestidos de domingo y con el pelo repeinado comiendo algún dulce. – Iremos para comprar otro borrico más joven que éste e incluso cambiar el nuestro por un mulo más fuerte.

Viajaron todos a pie hasta la población cercana. El padre quedó con los pequeños en el lugar donde habían instalado una pequeña noria y los puestos de los turroneros. Mientras tanto los mayores habían de  ir hasta la rambla donde se encontraba los merchantes con las caballerías a la venta. Les dio el dinero destinado a la compra en una bolsa que colgó del cuello del mayor.

Éste, por viajar con el padre a otras ferias, había sido testigo de varios tratos. Mas, al encontrarse con la responsabilidad, fue presa de los nervios y pensó que no iba a saber qué decir, encima teniendo delante a sus dos hermanos que confiaban ciegamente en él. Nada más llegar no tuvo duda, a primera vista, del animal que habría elegido padre; lo malo fue que no supo ocultar su intención que sí captó al vuelo el tratante. Ante la sonrisita del hombre, decidió pasar de largo y mirar por otro lado. Localizó un mulo de gran alzada además de joven.

– ¿Por cuánto lo vendeis, buen hombre? – preguntó a un gitano de cerca de cuarenta años que se liaba un cigarro en esos momentos.

– ¿No eres tú muy niño pa feriar? – le preguntó, a su vez muy serio.

– Mi padre no lo cree así. Le hice a usted una pregunta. Si no se digna responderla me voy por donde vine y en paz.

– Valiente y bien hablao el mozo. No te enfades que ahora te enseño la mercancia.

– La mercancia ya la vi y es lo que buscamos. Quiero saber su precio si a usted no le importa. – Decidió mantenerse firme

– Está bien. ¿Cuánto tienes pa mercar? – preguntó como de pasada.

– Mis dineros se acumulan intactos mientras se oculta el valor de su mulo. – Intentaba seguir el consejo de padre : «no pierdas de vista la intención de la pregunta y si no está clara no respondas».

Siguió el tratante haciéndolas sin responder a la que primero le habían hecho y todo por ponerse en una situación de ventaja. Así que el muchacho dio media vuelta tras despedirse. Se sentía desconcertado por la cabezonería del gitano de no dar el precio y pensó, demasiado tarde, que debería haberle ofrecido a la baja. El reloj de la iglesia dio la hora. No quería defraudar a padre pero tampoco invertir mal. Volvió a donde el borrico primero.

– ¿Cuánto pide por el borrico, señor?

– Por ser tú, la mitad de tu dinero. Con la otra mitad y tu borrico podrás mercar el mulo del gitano. Si lo convences, claro.

Volvió al desconcierto. Este hombre sabía lo que pretendía, aunque él se lo había dado a entender. Mas, ¿cómo sabía el dinero que llevaba y si la mitad de éste era suficiente para pagarle su animal?

– Me parece justo. Pero deberá ayudarme a hacer el trato por el mulo. Una vez hecho, pagaré a ustedes y marcharé con los dos animales.

Se echó a reír. Amarró al borrico a un árbol y anduvo con ellos hasta el sector donde se ubicaba el gitano y su mulo.

– Buenas, compadre. – Y continuó sin esperar respuesta. – Este rapaz me acaba de hacer una oferta que nos puede interesar a los dos.

– ¿Y en qué consiste, si puede saberse?

– La mitad de su dinero y su borrico por tu mulo.

– ¿Cuánto es la mitad? – se apresuró a preguntar.

– ¿Cuánto vale tu mulo?. – Esa era la pregunta que le dolía al gitano, él no quería descubrir sus cartas y le molestaba sobremanera no ver las otras.

– ¿Qué te ofrecen a ti?

– La mitad de su dinero

– Debes saber qué cantidad es si estás dispuesto a aceptarla

– La considero justa. Debe serla. Si no fuera así me sentiría engañado y el muchacho tendría que darme una explicación.

Mientras tanto habían liado sendos cigarros y hablaban de otras ferias y de amigos comunes. Se dirigieron al bar. Parecía que se habían olvidado del trato y de ellos. El mayor se mantenía en tensión y todo le parecía muy raro. El trato, si se llevaba a cabo, le parecía justo e incluso favorable para los merchantes; así que, por ese lado, estaba tranquilo. Los pequeños bostezaban abiertamente por hambre, sueño y aburrimiento. El reloj marcó una hora más. Su padre estaría ya preocupado, le agradecía la confianza depositada en él y por nada le defraudaría.

Volvieron al rato, un rato largo. Venían alegres. Nada más llegar el gitano preguntó:

– ¿Llevas encima el parné?

– ¿El qué?

– Los jayeres, el dinero vamos

– ¿Qué hay del trato? ¿Interesa?

El gitano bufaba desesperado

– ¿Lo ves, compadre? Por mis churumbeles que no he visto cosa igual. Lo creía un pardillo y no hay manera de sacarle na.

– Lo llevo encima. Les pagaría en el momento en que mis hermanos tuvieran los animales en sus manos.

– Al final me vas a caer bien, – dijo el gitano – ahí va mi mano.

El chico la apretó demostrando su fuerza y determinación.

– Estoy en ascuas – se frotaba las manos el gitano, intrigado.

Abrió la bolsa el muchacho y separó el dinero en dos mitades dando a cada uno la suya. El hombre contó el dinero, permaneció serio y miró al gitano. Éste lo contó y respiró aliviado.

– Me parece bien. El próximo trato contigo será más rápido.

Sus hermanos tenían los animales cogidos por los ronzales, contentos por poder intervenir al fin en todo aquello tan largo y tedioso para ellos.

El gitano dirigió sus pasos fuera del recinto, mientras él daba las gracias al hombre tan misterioso. Una mano apretó su hombro. Se volvió y contempló a su padre que lo saludaba como a un amigo.

– Ya conoces a mi hijo. ¿Qué tal lo hizo?

– Tú no lo habrías hecho mejor. Puedes sentirte orgulloso pues supone un descanso poder confiar en tu hijo. Él te lo contará todo.

De hecho estaba ansioso por hacerlo. Pero antes también deseaba divertirse y llevar a la boca algo dulce. De camino al pueblo lo comprendió todo. Su padre le había cargado una gran reponsabilidad pero había cubierto el riesgo con la presencia de un amigo con el que ya había acordado la compra de su borrico. Sonrió y admiró aún más a padre.

 

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