¿Dónde ocultarse cuando en casa toca la limpieza y entra alguien ajeno a la familia?. ¿Dónde meterse para no molestar ni ser molestado? ¿A quién preguntarle sin parecer un idiota y si todos parecen tan decididos que no tienen tiempo que perder con tonterías?. También podrías intervenir pero ¡qué pereza! y, si lo haces una vez bien, te toca hacerlo las siguientes. Esa idea ni tenerla ni pasarla por la cabeza.
¿Dónde tefugiarse? Debería existir el rádar que advirtiera de la presencia de agentes de limpieza con la bayeta, la fregona o la mopa en ristre. Mi buena mujer, a veces y por saber lo mucho que me fastidia, me da cumplida cuenta de por donde empieza y por donde seguirá el zafarrancho y de las estancias interiores o exteriores alternativas en cada caso. Información valiosísima a no ser que alguien decida cambiar el rumbo y te encuentre allí tan ricamente cuando el alguien suda copiosamente y respira entrecortado. ¡Tierra trágame! Coges tus aperos, el móvil, el libro, el periódico… y sales zumbando sin rumbo fijo.
– Perdón, perdón. Creía que…
El alguien no responde, se pone a lo suyo con más brío y mascullando algo sobre el vago ese que va hoyando todos los sillones.
Pero es uno quien más sufre. Físicamente no desde luego, pero la incertidumbre te come, la inquietud no te deja vivir y la vergüenza casi aflora. Cada vez van quedando menos sitios, pues los que ya están listos ni pisarlos hasta que algún alma conmiserativa te dé permiso. Debes arriesgarte y estar presto a huír en cuanto oigas pasos por el pasillo.
Llega un momento en que formas parte de todo el cotarro montado y terminas adaptándote a un territorio hostil, incómodo y que huele a lejía y desinfectante que tira para atrás. Mas nada importa si sabes mantener el tipo porque así terminan respetándote y casi te muestran admiración, casi.
– Vaya usted a tal o cual habitación.
– Gracias, es usted muy amable. – Así, con educación.
Como un nómada, recorres todas las habitaciones, incluso la cocina, con la excepción de los trasteros por ser míseros en espacio y parcos de luz. Muchos días terminas en el garaje con la puerta elevada y expuesto a las miradas incrédulas de los vecinos. Los ves con ganas de preguntar pero te ven la cara que pones, la sonrisa improvisada y que no saben cómo hacer la pregunta, que terminan por levantar la mano y seguir su camino. Ellos sí que saben dónde meterse, no como otros.
Por fin todo acaba. Los agentes se despiden tras cobrar por las horas sudadas. Me miran y comentan entre ellos. No es difícil adivinar sus comentarios.
– Por fin se queda en paz. ¡Pobrecito!
– Anda que no vive bien el tío. Claro que se ha movido más que los precios que sólo lo hacen hacia arriba.
– Sí. La próxima vez pienso llevarlo conmigo para que me lea las noticias y me cuente cosas.
Anda que la guasa. La merece uno sin lugar a duda. Si no vinieran tan temprano podrías huír a cualquier bar, a la bilioteca, incluso a un banco del parque. Pero con todo cerrado, con el frío y todavía de noche, como no te pongas debajo de una farola bien abrigadito o cojas el metro o el autobús si ya se pusieron en marcha… no le veo solución.
El que piense que esto no tiene segunda parte se equivoca. Mi mujer me mira con esa mirada que, tras años de convivencia, sé de sobra qué quiere decir. No obstante aguanto el tipo, que sea ella quien empiece la contienda.
– Bueno, pues aún nos queda… -. Lo sabía, ha dicho nos, con lo que me mete en el brete y ahora no tengo escapatoria; empieza la segunda parte.
– ¡Qué!
– Los cristales, – se ríe – a ellos no les ha dado tiempo, además tú lo haces mejor.
¿Alguien conoce una manera mejor de mandar consiguiendo que parezca inevitable, presentando los hechos como consumados y que sea imposible negarse a obedecer? A estas alturas, señalas la página del libro, te levantas, te pones el mono de faena y la gorra, agarras el cubo y la rasqueta y vas a por la primera ventana.
Una vez que empiezas vas recreándote y pensando que te va quedando bien. Pero en tu fuero interno sabes que no te lo van a reconocer. En efecto, tras de ti, la que sabe mandar te señala lo que vas dejándote como algo imperceptible excepto para ella, perfeccionista hasta el extremo, maniática dirías. Estás a punto de saltar pero rematas hasta quedar a su gusto y ver como se retira. No va a dejarte, te vigilará, así que mejor esmerarse sin autocomplacencia.
La última ventana queda como un espejo. Sudando a mares te vas a la ducha, mas por el camino te das cuenta que podría haber tercera parte. Observas el panorama y ves montones de cosas pendientes, tantas como para nuevas partes y partidos completos. ¡Manos a la obra! Te haces un listado por orden de preferencia, en primer lugar lo que menos te gusta, y al trabajo que es salud.
Error, tú no decides nada, por no decir que no pintas nada hasta que toca. Y lo que tocaba ahora era ordenar el garaje tras sacar el coche que también había que dejar como los chorros del oro. Garaje ordenado y coche en posición de revista. Ambos la pasan. No recibes una medalla, sólo un besico y un qué apañaico eres.
Echas mano de la lista, en el fragor de la batalla no quieres sino acabar con todos tus enemigos antes de permitirte volver a respirar profundamente. Una voz lejana que procede del piso superior te paraliza.
– Dúchate que nos vamos.
– ¿A dónde?
– ¿No te acuerdas? Hay que hacer la compra. Por cierto, echa las bolsas en el coche y comprueba si hay monedas para el carro.
– Pero si aún me quedan cosas por hacer. Y muchas.
– Las dejamos para otro día que ninguna es urgente.
¿Habrá caido la lista en sus manos? La rompo en pedacitos y los tiro a la papelera. Está llena, así que la anudo y la pongo en el cubo correspondiente. Subo las escaleras pensativo y lo veo todo mucho más claro: mejor hubiese sido hacer las faenas tempranito y no estar soliviantado huyendo de la quema. Además, que huír es de cobardes y el zafarrancho es cosa de todos. El perro duerme cuan largo es en mitad del pasillo. Mejor ignorarlo. ¡A la ducha!