Érase una vez (XVIII)

Aprendió a interesarse por los demás, tomaba la iniciativa en las relaciones sociales y sabía mantener las amistades conseguidas. Cuando tenía un problema sabía a quién acudir en busca de consejo y ayuda. Todos lo recibían bien y estaban dispuestos a hacer por él cualquier cosa si estaba en sus manos.

Los profesores apreciaban la evolución que había experimentado en tan poco tiempo: al principio lo valoraban como alumno excelente y ahora como buena persona.

El azar quiso un día que todo cambiase de color. Tropezó en el patio con otro alumno que venía comiendo un bocadillo. Se deshizo en disculpas que no fueron aceptadas, lo miró de soslayo y siguió caminando. Por la tarde fue llamado al despacho que nunca hubiera pisado en circunstancias normales. Allí se ocupaban de la disciplina. No podía imaginar para qué estaba allí pero pudo oír el final de la conversación al abrirse la puerta y vio salir al compañero del bocadillo con el que debía ser su padre, quien lo miró seriamente mientras que su hijo desviada la vista.

Antes de hablar para defenderse supo que no serviría de nada. Aunque luego se maldijo por su orgullo, se limitó a oír lo que tenían que anunciarle, cogió una carta dirigida a sus padres y salió del despacho sin haber pronunciado palabra. Miró el reloj que presidía la escalera y dirigió sus pasos a la cocina. Su amigo el cocinero estaría ocupado, pero podría escucharlo en medio del ajetreo.

Al traspasar la puerta lo recibieron una sinfonía de olores y la cordialidad del maestro que se alegraba de verlo después de muchos días. Lo escuchó sin interrupciones, sin parar de vigilar ollas y sartenes, de trocear, salar, saltear, apagar y encender fogones. Hizo mucho ruido adrede para favorecer el llanto de la persona que le abría su corazón herido por la injusticia. Y cuando oyó la sanción que le habían impuesto no pudo más, lo apartó todo del fuego y echó a andar, decidido, hacia la puerta.

– Ahora mismo…- gritó.

Lo paró antes de llegar a la puerta, adivinó lo que pretendía hacer y le dijo:

– No me expulsa el colegio, me expulsa un padre.

– Aún así, no creo que sea motivo. ¿Dónde queda la justicia?

Hizo la maleta. Le bastaron cinco minutos. No esperó al final de las clases. Se dirigió a la salida, el portero fue a pedirle explicaciones pero desistió al ver sus lágrimas y lo saludó con la mano mientras le franqueaba la puerta.

Subió al tren. Antes incluso ya era una autómata. Miraba el paisaje desde la ventana que lo descubría y él formaba parte del exterior. Terminó dormido con sueños entrecortados y el viaje no se hizo pesado.

Se sorprendió al ver a sus padres en el andén. Lo recibieron con cariño y comprensión, sin reproches, sin palabras. Hablarían en casa. Les explicó el incidente en poco tiempo, no había para extenderse. Pero echó el resto hablándoles de las clases, del fútbol, de las comidas, de sus amigos, de los viajes, de lo feliz que era, de sus progresos en la cocina. Habló y habló deteniéndose en los detalles, con cuidado de no olvidar nada, como había ensayado pensando en su vuelta por vacaciones.

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