El mal alumno

El mal alumno no camina, arrastra sus pies hasta el instituto, prolongando el tiempo de libertad hasta que lo inevitable sucede. Ha de cruzar las puertas y se encontrará en un cubículo donde pasará largas horas multiplicadas por su desesperación. Ni el recreo dará tregua al prurito interior, a la comezón de la impaciencia. Mirar el reloj no acelera el paso del tiempo, más bien lo ralentiza; lo sabe mas no puede dejar de hacerlo. Vuelve a clase. No le importa el profesor o la materia, nada llega a interesarle. Pasa las horas abriendo la boca, huido de allí, de la cárcel en la que le está prohibido todo, incluido el uso del móvil. ¡Increíble!

Cuando la sirena anuncia el fin de las clases se le acaba la bulla. Ahora toca disfrutar, paladear el tiempo libre, ahora la mochila con su molesta carga le parece ligera. Camina despierto, atento a cuanto le envuelve. Llega a casa sin darse cuenta. Abre la puerta y, con destreza entrenada, lanza la mochila que va a descansar justo al final del pasillo. De allí no se moverá hasta nueva orden que no se presentará hasta la mañana siguiente. La primera visita, a su ordenador mientras que su madre va desgranando la retahíla de preguntas de rigor. Lee lo que ha llegado, responde, elimina, reordena y, satisfecho, se dirige a la cocina respondiendo a todas las preguntas sin dar tiempo a las contrapreguntas de su madre. La besuquea ruidosamente, sabe conquistarla pues le interesa tenerla de su parte, oírla decir que a pesar de todo es muy buen niño.

«La comida, como siempre, insuperable». La pelotea sin olvidarlo nunca. No le cuesta mayor esfuerzo porque es verdad. Hasta sus amigos invitados algún día quieren repetir. ¡Qué madre tiene! Si no fuera superior a sus fuerzas no le daría más disgustos, estudiaría y ella oiría, por fin, de la boca del tutor, que su hijo es excelente . Pero no, iría contra sus principios, pasaría a formar parte de la pandilla de empollones ahora que la moda, lo guay, es ser reprendido, sacar malas notas, ser admirado por hacer justo lo contrario de las normas, ser expulsado de clase, estar castigado durante el recreo y mantenerse al borde de la expulsión del Centro. Esto es lo único que lo frena, cada vez que llaman a su madre y ve la cara que pone promete lo que haya que prometer con tal de que se vaya más tranquila. Si alguna vez lo expulsaran por varios días perdería el afecto y la comprensión de su madre.

Tampoco hace deporte. El único que le gusta es el baloncesto. Fue por el pabellón y lo aceptaron, tiene buena talla y no lo hace nada mal. Asistió a los entrenamientos un par de días y lo dejó porque los jugadores eran demasiado formales, no protestaban si les daban caña ni se paraban si estaban cansados. ¿Dónde se ha visto algo así? Y después de entrenar iban directamente a casa, cada uno a la suya, porque tenían la tarea pendiente. ¿Habrase visto? ¡Maná de pijos! Eso es lo que son. Así piensa, aunque la duda le asalta al contar y llegar a un número tan alto de responsables, de gente sensata que busca obtener el beneplácito de su familia y el propio. Visto lo visto lo intentó con el fútbol; allí había de todo pero él no fue aceptado, es una nulidad con las piernas. Con el vóley  se aburría, intervenía en todas las jugadas invadiendo zonas de otros y se encontró con más de lo mismo que en baloncesto. Se compró una tabla de skate en la que nunca consiguió mantener el equilibrio, según él la tabla iba por su cuenta.

Así que pasa las horas delante de una pantalla hasta el hartazgo. Luego sale a la calle; en la plaza puede encontrar a los que piensan como él si es que piensan; y no lo hacen, se atreven con acciones que nadie en su sano juicio abordaría. Se vio metido en más de un lío con la policía que acababa siempre llevándolo a su casa. Esto sí lo avergüenza, tiene que estarse allí de pie, en el umbral, viendo a su madre tragar saliva al escuchar ni más ni menos que la verdad. Se encierra en su cuarto y se pone los auriculares para no oír la perorata. Decide cambiar de amigos pero no sabe dónde acudir. Está solo porque no termina de encajar con nadie. Bien, será un solitario y cambiará algunas cosas.

En clase lo intenta. Los profesores lo notan y tratan de recuperar a un buen alumno en potencia. Eso lo mata, sus compañeros se ríen y le afecta, no puede perder la imagen. Pero tampoco rendirse, debe nadar y guardar la ropa, ser un chico malo-raro. No lo consigue; poco a poco deja de estar castigado y se aleja de la peña habitual sin permitir que se le acerque nadie del «lado luminoso». Es un solitario pero ya no está clasificado como «malo». Aprueba algunos exámenes a pesar de que la mochila sigue en reposo y estará bajo sospecha hasta que apruebe alguno más. En clase no participa, sólo faltaría eso, pero presta atención y trabaja. Su madre tiene una cita con el tutor extrañada de que no la llamase. Esta vez llora de alegría, su hijo está cambiando. Como él no lo sabe no dice nada pero sus ojos no engañan a nadie.

En educación física el profesor le pregunta si no ha pensado en correr. Pone cara de «ni de coña», pero le hace pensar. Mientras los demás echan los hígados él termina la carrera «tan pancho». Por si acaso, el profesor le da una octavilla de un club de running. Esa misma tarde se presenta a la hora en que salen a correr. Allí hay gente de todas las edades y condiciones físicas. No presta atención al recorrido, los seguirá si puede. Y lo hace terminando con el grupo. Se queda con el próximo día y la hora y se despide. Vuelve a la cita y termina interesándose por las pruebas que se celebrarán. Decide prepararse.

Y decide «ir a su bola», que nadie le influya. Decide hacer lo que le apetece, aprovechando a tope «lo que Dios le ha dado». Le gusta correr, su corazón y sus pulmones se lo permiten; no le gusta estudiar pero tiene capacidad de aprender; hará lo que pueda sin prometer nada. Decide, convencido, que lo que está de moda no siempre es favorable. Decide que dejarse arrastrar por el «qué dirán» dice poco de uno mismo. Decide seguir siendo un solitario sin alejar a nadie de su lado. Ahora sabe qué le gusta y qué obligaciones debe asumir a su pesar. El próximo reto se lo pone esa mochila que lo mira desde el fondo. La ilusión que lo mueve es que los ojos de su madre sigan teniendo el mismo brillo.

 

 

 

 

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