Pasado y presente

Vivía anclado en un pasado que, en todo, le parecía mejor que el presente. Lo había hecho más viejo y miraba atrás, nostálgico de sus días de juventud. Quería vivir el presente mas no podía evitar compararlo y encontrarlo siempre peor. Había llegado a ser un viejo refunfuñón, mascullaba siempre críticas dirigidas a situaciones y personas que no le parecían correctas. La mayor parte de las veces hablaba para sí y cuidaba muy mucho con las personas que departía, procurando que éstas  pertenecieran al círculo de conocidos con forma de pensar semejante a la suya.

Convivía a diario con sus hijos que aún andaban por casa, aunque procurando permanecer en ella más que lo imprescindible, el tiempo necesario para comer y dormir. Apenas cruzaba palabra con ellos, únicamente saludos fríos y preguntas retóricas, evitando siempre provocar la discusión. Diríase que había entre ellos un tratado de no agresión, sin firmas y respetado por ambas partes. La madre así lo prefería; había sido testigo de conversaciones muy desagradables en las que se negaba a participar por saber que no llevaban a ningún sitio salvo a hacer más tirante la convivencia.

Acudía puntualmente a la tertulia. A las cinco de la tarde se reunía con los asiduos, gente toda ella que sobrepasaba los sesenta, por lo general jubilados y vecinos del barrio. Recién llegados tomaban el café y leían el periódico, el local pues el nacional ya lo traían leído de casa. Tenues comentarios y a la partida. Él prefería el dominó porque en los juegos de cartas intervenía el azar en mayor medida. Tras un par de partidas, en las que no apostaban nunca dinero, ni siquiera pagar la consumición del rival, mantenían conversaciones banales. No se conocían, sólo compartían esas dos horas de la tarde. No querían meter la pata hablando de política o remontarse a hechos pasados que tocaba olvidar. Algo parecido a lo de sus hijos.

Su hijo mayor, el único casado y con casa, los llamó un día: alguien esperaba en el hospital. Desde el momento en que la vio y la pusieron en sus brazos encontró un aliciente para su vida. Sintió que el presente de su nieta le atañía directamente y no quería perdérselo por nada del mundo. Una duda : ¿nieto o nieta? Se atrevió a preguntarlo.

– ¿Eso importa? Es una niña, papá.

Sonrió. En verdad no le importaba. Estaría siempre ahí, discretamente, aprovecharía cualquier oportunidad para estar con ella. Incluso renunciaría a la tertulia si fuese necesario.

Cambió su carácter y su actitud hacia el presente. Se interesaba por sus hijos que, en principio, fueron cautos para después mostrar su sorpresa. Pero todos adivinaron de inmediato cuál era la causa del cambio.

El bebé fue creciendo. En poco tiempo echó pies al suelo y anduvo tambaleante; después fue un loro imitador haciendo gracias con sus primeras palabras balbuceantes. A continuación hubo que llevarla a la guardería  y recogerla. Fue testigo de alguno de esos momentos  y participó cuando se lo pidieron. Habían pasado cuatro años y seguía firme en su nueva postura, la que había posibilitado que la familia volviera a serlo. Ahora el pasado carecía de interés, tan sólo significaba un cúmulo de experiencias que serían, de seguro, rentables  para todos.

Y la niña necesitó de alguien para encontrar un consejo, una ayuda para superar un obstáculo o asesoramiento en los estudios, sobre todo en víspera de exámenes. Él era el más constante y el más seguro, digno de confianza y, por tanto, el más requerido. Se sentía bien consigo mismo y orgulloso de «la niña de sus ojos». Gracias a ella los había vuelto a lo que tenía alrededor. Gracias a ella se sentía útil.

La adolescencia fue difícil y superada. Llegó el momento de alejarse hasta la Universidad. Debería valerse por sí misma. El abuelo le escribía por correo electrónico; el menor de sus hijos lo puso al día en estos menesteres tan prácticos: una carta podía llegar a su destino en cuestión de segundos. Recibía respuesta muy de vez en cuando, lo entendía porque ella no tenía tiempo que perder y él tenía de sobra para contarle todo lo que sucedía y que así no perdiera contacto. Aprendió que podían adjuntarse archivos, como fotografías, y se convirtió en un reportero local. Cuando ella volvía de vacaciones y su madre la ponía al día le respondía sonriendo:

– Ya lo sé, mamá.

Llegó el día en que el presente se hizo excluyente y él supo que sería uno de los rechazados. Lo aceptó y esperó. Hizo repaso. Recordó su infancia, a los amigos que la compartieron, a sus padres, su época de estudiante y de profesional. Y se paró para revivir en color los últimos años y sonreía con cada recuerdo y ahora estaba seguro de que la última etapa de su vida había sido la más dulce y fácil de vivir, la más provechosa y en la que se había sentido libre por respetar y valorar lo mejor de los demás y comprender y perdonar los errores a la espera de que le fuesen perdonados los suyos. Le sonó a oración y la recitó muy despacio. Volvió al recuerdo pero el cansancio se apoderó de él haciéndole abandonar este mundo mientras pronunciaba su nombre.

No le habían avisado para venir a su lado en los últimos días. Él lo había pedido encarecidamente y así lo hicieron a sabiendas de que ella se lo reprocharía. Vino a su entierro. Durante el viaje en tren rememoró tantos momentos agradables junto a su abuelo que llegó a pensar que no había sabido corresponderle. Pronto apartó de su mente esta idea, su abuelo supo siempre que entre ellos bastaba la mirada para entenderse y la suya había sido clara y sincera al mostrarle su cariño sin necesidad de palabras. Él había sido para ella el amigo que no pudo ser su padre, el incondicional, el abuelo. ¿Cómo no corresponder? Había perdido a la persona más entrañable e irrepetible.

Sus padres le dieron la nota que él les había dictado y se retiró a leerla. Lo hizo en voz alta como de pequeña, para que él corrigiera.

«Querida nieta:

No quise ser egoísta y, aunque me hubiese gustado oír tu voz y tomar tu mano, no habría soportado tu pena . No llores mi muerte que llegó oportuna, cuando mi vida estaba llena de logros y satisfacciones, el mejor momento para retirarse. Quise transmitirte la única forma de enfrentarla y espero haberlo conseguido. Fuiste quien, sin saberlo ni advertirlo, sólo por nacer, cambió mi existencia dándole sentido. Gracias por esto y por todos los días compartidos, por las miradas cómplices, por tus besos y abrazos, por dejarte querer y educar.

Tu abuelo»

Lloró. No supo el tiempo que dedicó a releer las últimas palabras que le dirigía, ahora en silencio. Guardó el último documento, la última confidencia. Secó las lágrimas y, sin preocuparle su aspecto, volvió con los demás, a consolar y consolarse, como creía que él hubiera hecho.

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