El que persigue sombras

Trabajaba por la noche, cuando descansaban los otros. Para él era un privilegio trabajar en medio del silencio, en ausencia de prisas, en soledad, sin tener el cuidado de atropellar o ser atropellado, sin calcular si se cabe por la puerta al unísono o si alguien debe ceder la vez, ¿quién?. No, a estas horas no se comparte, todo es más amplio, más nítido, más cómodo.

En cuanto a su trabajo surgen demasiadas preguntas, la última de las cuales puede hacer prescindibles las demás: ¿para qué?. ¿Para qué trabajar persiguiendo sombras, las de quienes estuvieron y ya no están, las de quienes olvidaron llevarlas consigo a donde marcharon? ¿Para qué atraparlas si luego son incapaces de seguir el rastro de sus cuerpos? ¿Para qué si se confunden entre ellas generando nuevas sin identidad? ¿Para qué si son tan fugaces que, en el caso de atraparlas, se desvanecerían en el mismo segundo?

Cualquiera en su lugar se hubiera rendido y hubiera considerado lo inútil de su trabajo. Pero él consideraba otras cosas, no sólo que el objetivo es inalcanzable. Su trabajo lo ponía a prueba, comprobaba si era capaz de perder de vista las sombras y dirigir su atención a espíritus que se desplazaban con atuendos vaporosos hacia un lado y a otro, sin rumbo, invisibles salvo para ojos acostumbrados a atrapar sombras en su retina. Y lo era.

Cuando los espíritus se sabían detectados se detenían en seco para ser observados, analizados, interrogados. Y de cada uno obtenía una historia, divertida, dramática… Atesoraba las historias y ninguna le parecía auténtica, suficientemente merecedora de dejar huella, de generar una sombra indeleble, persistente, real. De eso, el que persigue sombras era especialista.

A pesar de todo, de lo vano de todos sus intentos, persistía con la esperanza de obtener una historia que pudiera dar a conocer con éxito, que dejara una sombra para atrapar definitivamente.

En la noche más fría, aquella en la que estuvo a punto de ceder a las bajas temperaturas, en la que le asaltó la tentación de ir a refugiarse en aquel bar con calefacción, bien iluminado, con una taza de café bien caliente en sus manos y un periódico para leer o cumplimentar el crucigrama. En aquella noche uno de esos espíritus errantes vino a contarle la historia más fantástica, la que había estado esperando; cuando la oyó no le cupo duda, era ésa, la que dejaría huella.

Cuando la tuvo en la mente y el espíritu se desvaneció para vagar por otros pagos, entró en el coche, sacó de la guantera el manojo de folios  y el lápiz bien afilado que llevaban esperando durante años. Escribió un índice para no correr el riesgo de olvidar y arrancó. Condujo cientos de kilómetros hasta la cabaña perdida, rodeada por vistas, el lugar que hubieran elegido los escritores que atraparon, en su momento, historias como la suya.

Encendió la chimenea, preparó la mesa donde había de escribir la historia más fascinante, colocó en ella papel y lápiz, la máquina de escribir borraba toda su imaginación, un vaso y una botella de agua, el índice y un flexo.

Se sentó en cuanto la chimenea empezó a generar calor y extenderlo por toda la estancia. Había que empezar por el título, pensó y pensó y no se le ocurría uno que le dejara satisfecho, lo dejó y paseó alrededor de la mesa, se le ocurría uno y corría a escribirlo creyendo tener el ideal, el que se ajustaba como un zapato a su medida a la magnífica historia; y cuando lo escribía y comparaba con el índice veía que ni de lejos era el que correspondía, lo tachaba y volvía a pasear. Transcurrió toda una noche sin resultado, sin título.

A grandes males grandes remedios. Le costó tomar la decisión pero llegó a la conclusión de que era mejor escribir la historia y tener el título al final. Miró el índice, estaba ordenado cronológicamente. Teniendo en mente la historia, pensó que el índice escrito a la ligera, con prisas, con frío, no estaba bien ordenado. Lo primero era esto, ordenar correctamente los puntos del índice. Se dedicó a ello, rompió todos los folios de la mesa, fue a por más y siguió intentándolo. Vamos, no podía ser tan difícil. Transcurrió un día completo y decidió dejar el orden original.

Desarrollaría cada punto y, una vez escritos todos, los ordenaría con más criterio. Tomó el primero, escribió la idea como la recogió en el coche, la subrayó y fue a la siguiente línea. La primera palabra era importante, debería bastar para atraer la atención al resto de la historia. No podía se un artículo ni un pronombre, tampoco un adjetivo, quizás un sustantivo, pero no, debía ser un verbo, ¿cuál? Escribió uno tras otro, una ristra de verbos para empezar una historia y ninguno le convencía. Esto no podía seguir así. Cambió de estrategia, no meditaría antes de escribir, escribiría y después corregiría hasta quedar a su entera satisfacción.

Las palabras se amontonaban, sin comas ni puntos, a veces sin espacios, de tan rápido que se plasmaban en el papel. No se permitió ni una pausa, ni para comer ni para evacuar. Todos los puntos estaban allí, la historia se había contado. Cogió la máquina, la reescribió corrigiendo. Numeró la última página, 43. Eran insuficientes para publicarla. ¿Cómo era posible? La historia narraba toda una vida y ocupaba tan sólo 43 páginas. Se retrepó en el sofá y leyó con atención, terminó rápido. Era vulgar, nada que ver con lo que le pareció al oírla. Metió los folios en el cajón y se fue a dormir.

Volvió a la ciudad, a las calles en las que, por la noche, deambulaban las sombras perdidas, desprendidas de sus cuerpos y los espíritus que cuentan historias. Se hizo otra vez las mismas preguntas de antes hasta llegar a la que planteaba si perseguir sombras tenía algún sentido.Creyó tener la respuesta: el mismo que podía darse al afán de la gente que persigue la felicidad, la que adopta multitud de formas y de nombres, la que parece inalcanzable y la que, cuando se sabe alcanzada, escapa entre las manos de quien la aferra para no soltarla, la que quiere ser de todos pero de nadie.

Aprendió que la historia de una vida transcurrida nunca fue suficiente por sí misma, que empezaría a serlo en cuanto se encadenara a otras. Así que cogió todas las historias acumuladas, las mezcló y obtuvo el resultado tan esperado, la historia de muchos que se habían marcado el mismo objetivo y luchaban, codo con codo, por alcanzarlo sin detenerse por las dificultades o por el tiempo desmoralizador; obtuvo la historia de un pueblo.

Las sombras, como la felicidad, pasan por allí, por todas partes, se muestran para ocultarse a continuación, conscientes de que su libertad depende de la falta de conexión y de no saberse atrapadas sino perseguidas.

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