Érase una vez… (I)

   un niño que vivía en una casa cercana a un bosque. Todas sus miradas iban en esa dirección. Su mayor distracción consistía en sentarse en el porche e imaginarse caminando hacia el bosque para introducirse en él; todo lo que allí veía le transmitía sensaciones gratísimas, mantenía conversaciones larguísimas con otras personas, con animales y hasta los mismos árboles. Amaba especialmente el sonido del agua discurriendo por el lecho de un riachuelo o al precipitarse al vacío cuando llegaba a la catarata.

     Su madre insistía en que soñar despierto no era bueno, que incluso podía ser pecado y que iba a decírselo a su padre. Tan sólo esto último hacía desistir al niño de sus sueños y regresaba del bosque muy a su pesar.

Pero al día siguiente volvía y lo encontraba todo como lo dejó. Los primeros árboles lo saludaban y se inclinaban ofreciéndole su amistad al tiempo que las hojas de las ramas bajas acariciaban su pelo. Cada vez se adentraba más y descubría cosas nuevas, pero se daba cuenta de que la luz se hacía más gris y anunciaba la oscuridad total, que se haría de golpe al dar pocos pasos más.

Y entonces se detenía pensativo y daba media vuelta, se despedía de todos y volvía a casa.

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