Hombre bueno, hombre malo

Su madre lo parió bueno, bueno pero no tonto. Él mismo se encargaba de aclararlo para que nadie se llevara a engaño. En un mundo en el que ser malo, en cualquiera de los sentidos, estaba de moda, nadie mostraba bondad alguna por el riesgo que entrañaba de ser considerado un bicho raro, una víctima propiciatoria, alguien débil y atemorizado que el malo malísimo podía manejar a su antojo para divertirse más cuanto el sufrimiento del bueno fuera más evidente.

Así que no renunciaba a su forma de ser ni se resignaba a vivir escondido. Tampoco creía que la violencia fuese la defensa adecuada de su identidad, consideraba que lo idóneo para combatir la maldad era la inteligencia, ir siempre un paso por delante deshaciendo la trama, cortar cada hilo antes de que pudiera cruzarse con otro.

La primera condición era no perder nunca la sonrisa, de manera que nadie pudiese adivinar lo que pensaba o cómo le afectaban cada uno de los dardos lanzados para molestar, inquietar o atemorizar.

La segunda premisa era estar permanentemente informado, cosa relativamente fácil por el número de alumnos de su grupo que sobrepasaba los treinta; todos estaban dispuestos a darle parte de lo que pudiera afectarle de forma directa o indirecta, pues sabían que no iban a verse involucrados.

Éste era el tercer requisito, que los informantes permanecieran en el anonimato.

Cierto día llegaron a sus oídos las intenciones de uno de los matones con los que le había tocado convivir. Quería provocarlo durante el recreo, esperando de él una reacción violenta, aunque sólo fuera verbal, suficiente para justificar su hazaña. Lo esperó en el campo de baloncesto y lo recibió con la mejor de sus sonrisas.

-¿Quieres participar? Se trata de tocar el aro. Quien lo consiga gana.

-¿Qué gana? – se mostró interesado.

-¿Qué importa? No vas a ganar tú.

-¿Piensas ganar tú? Eres un enano. No llegarías al aro ni con ayuda.

Mientras, se había formado un corro de curiosos que mordían sus bocadillos, sólo pendientes al espectáculo poco común. Un profesor de guardia se aproximó para dejarse ver. Su propósito se había conseguido a medias: tenía testigos de sobra para desbaratar la provocación.

No apostaban nada y lo apostaban todo. Al matón no le quedaba más que mostrar su superioridad y dejar en ridículo al empollón y a éste mostrar su astucia.

El matón emprendió la carrera y saltó llegando a rozar el aro. Se sintió ganador y respiró aliviado, alejando los temores que le asaltaron en los segundos previos al intento. Un verdadero gigante salió de entre los congregados para situarse bajo la canasta; se trataba de un estudiante de bachillerato, pivot del equipo de baloncesto del colegio. Sin esfuerzo aparente subió a sus hombros al empollón que se encestó de cabeza por el aro yendo a parar de nuevo a los hombros y de allí al suelo.

Todos aplaudieron mientras el matón se escabullía camino del aula, seguido con la vista por el profesor. El recreo había terminado.

Había conseguido la otra mitad de su propósito: contaba con amigos dispuestos a ayudarle para salir airoso de empresas imposibles. La próxima vez se lo pensarían antes de meterse con él, aunque estaría alerta, sonriente e informado.

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