Érase una vez (XXIII)

El médico los visitaba cada dos días; seguía sin entender las causas de la enfermedad pero los animaba a continuar con su labor, pues era indudable la mejoría de la enferma.

Les enseñó una tabla de ejercicios con el fin de que la enferma moviera brazos, pies, cabeza y tronco y que las articulaciones no dejasen de trabajar. Les recomendó que, en cuanto recuperase algo de fuerza, la pusieran a caminar, con ayuda, distancias cortas: de la cama a la ventana, por ejemplo, donde la vista exterior la animaría, seguramente.

Fueron metódicos e insistentes con los ejercicios. Desde el primer momento ambos notaron que el ejercicio que más le costaba era el movimiento de cabeza a un lado y otro. Lo comunicaron al médico que exploró el cuello detectando varios bultitos que antes había considerado ganglios y que ahora decidió que había que analizar.

Mientras llegaban los resultados, anularon los ejercicios de cabeza pero continuaron con el resto. Diez días después, la madre era capaz de recorrer la habitación, en forma circular, de mueble en mueble, con su marido o su hijo al lado, hasta llegar a la ventana; éste era el premio a un gran esfuerzo. Cada día le costaba menos y necesitaba menos ayuda. Llegó a confiar plenamente y abandonó la cama por el día.

Poco después llegaron los resultados de los análisis que no mostraban nada anormal. El médico volvió a explorar la zona del cuello, insistió en los ejercicios y comprobó que las molestias habían desaparecido.

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