Cuento 3. Relámpago

Había una vez un niño que iba a todas partes corriendo: a la escuela, al parque, a la tienda cuando lo mandaba su madre, al quiosco cuando lo mandaba su padre, al cine y al gimnasio.

El pueblo se le quedaba pequeño y lo recorría en todas direcciones. Jamás se le vio andando aunque no tuviera prisa, odiaba las bicicletas y para «reyes» pedía zapatillas. Iba encantado a donde lo mandaban para hacer recados y sus padres empezaron a preocuparse por su integridad.

-Un día vas a tropezar y te romperás la crisma.

Él no lo entendía, jamás se había tropezado ni caído, las cicatrices que adornaban sus piernas se debían a haber sido atropellado por una bicicleta a toda velocidad. Así que, a pesar de las advertencias y temores de sus padres, él iba y venía a la carrera.

Participaba en todas las competiciones, improvisadas u oficiales. Sus compañeros se negaban a participar en las que él estuviera presente. Por eso, el ayuntamiento lo inscribía en una categoría superior, con gente mayor que él; a éstos también les hacía morder el polvo y lamentarse de que «el niño éste» los hubiera dejado en ridículo.

Salió a competir a otros sitios, probaba en todas las distancias aunque a él le iban más las carreras largas; las de 100, 400 o 1500 terminaban demasiado rápido. Terminó representando a la provincia en su categoría porque no le dejaban en las superiores por su corta edad. Se abría ante él un futuro prometedor en el mundo del atletismo.

Un día, sin que nadie se lo explicara, dejó de hacer el galgo y pasó a arrastrar los pies para ralentizar el paso. Ni él mismo  supo dar una razón o una excusa a un cambio tan radical. Decía, convencido, que ya no le apetecía correr.

El pueblo perdió así un futuro campeón de campeonatos y un medallista de olimpiadas. Muchos pensaron que se trataba de algo temporal y que volvería por sus fueros a la velocidad. Pero se prolongó tanto que dejó de extrañar y a parecerle normal a todos verlo caminar tranquilamente.

Sus amigos se permitían ponerse «chulitos» y retarlo:

-Te echo una carrera, si te atreves.

-No, otro día que hoy no tengo ganas.

-¿No tienes ganas de correr?

-No, ninguna. Mañana quizás. Pero tú corre todo lo que quieras que yo llego dentro de un rato.

Por lo demás seguía siendo el mismo: un buen hijo, un mal estudiante, un buen amigo, un mal ciclista…

Aquel viernes, al volver del colegio, se había quedado el último como ya era habitual. A lo lejos vio un revuelo en torno a un cachorro que no paraba de ladrar en un vano intento de defenderse. Estrecharon el cerco y empezaron a darle patadas. El cachorro cambió ladridos por gemidos de dolor y su intento de huir entre tantas piernas no le servía más que para agotar sus fuerzas.

No podía permanecer indiferente y, aunque le daba pereza, empezó una lenta carrera que aceleró poco a poco para plantarse allí, pillar a todos por sorpresa, atrapar al cachorro y seguir corriendo.

-¡Que me echen un galgo! – dijo recordando que su padre utilizaba la frase con frecuencia.

Los dejó a todos con un palmo de narices, incapaces de seguirlo y avergonzados.

En los días siguientes se dedicó a recorrer el pueblo, de casa en casa, enseñando al cachorro y preguntando a cada cual si era su dueño. Cuando quedó convencido de que  había sido abandonado, lo hizo suyo con el permiso de sus progenitores convencidos con menos resistencia de la que esperaba.

Su tío, el talabartero, le hizo un collar con buen cuero y una pequeña hebilla. Con paciencia y esmero fue grabando con una navaja el nombre del que ya era su perro.

-Un perro debe atender a su nombre cuando lo llama su dueño; así que debes ponerle uno – le dijo su padre.

-¿Qué nombre le pongo? – preguntó.

-Tú eres su dueño.

Tardó una semana en decidirse y quedó convencido tras una clase en la que el maestro habló de la velocidad de la luz. «El relámpago llega a verse antes de que el trueno llegue a oírse». Eso ya lo sabían todos pero nunca habían oído que la luz o el sonido viajasen.

El caso es que grabó las letras de «RELÁMPAGO», arrepentido de haber elegido un nombre de tantas letras y encima una tilde que debió añadir tras enseñar el collar al maestro y recomendárselo. Su padre pasó el fuego de una vela y la cera que fue cayendo por las letras y el collar quedó para lucirlo.

Habló con el cachorro para hacerle ver que debía hacer honor a su nombre. Aunque tenía las patas cortas daba unos saltos espectaculares y enseguida pudo seguir su ritmo. Ahora corría por él, para entrenarlo y hacerlo rápido, lo suficiente para poder huir de descerebrados como aquellos que lo habían maltratado.

Volvió a correr como antes pero nunca más solo. Se les veía siempre juntos y siempre corriendo; cuando el niño entraba en la escuela el perro se quedaba plantado en la puerta y lo esperaba. El profesor de gimnasia fue el único que le permitió el paso mientras estaban en el patio pero pronto cambió de idea cuando los demás quisieron traer sus mascotas.

También volvió a la competición, a correr con entusiasmo y motivado. Cuando ganaba colgaba la medalla del collar de Relámpago y si perdía encontraba, seguro, su consuelo.

Relámpago pasó a formar parte de la pandilla siendo la mascota común.

El niño era feliz pero despreocupado. El tutor llamó a su padre y lo puso al corriente de su escaso rendimiento en el colegio.

-Hasta ahora le bastaba con lo que hacía en clase pero ya debe estudiar en casa.

Su padre acordó con él dos horas de estudio antes de salir a correr pero él incumplió el acuerdo y aguantó media hora, tras la cual echó a correr seguido por Relámpago. Aquello terminó de enfadar a sus padres y le cayó una buena, un sermón largo que terminó con una advertencia seria.

Al día siguiente el niño repitió la faena y quiso salir sin que su madre lo supiera. Una vez fuera se dio cuenta de que iba solo. Volvió a por Relámpago y lo encontró debajo del escritorio, lo cogió del collar y tiró de él no consiguiendo más que arrastrarlo. Por mucho que lo animaba el perro se negaba a levantarse. Hizo el amago de irse pero el perro seguía allí mirándolo y sin moverse. Pensó en irse solo pero no conseguía zafarse de su mirada, de aquellos dos ojos que apelaban a su cordura. Aquel perro estaba siendo más responsable que él o eso le pareció. Terminó quedándose.

Cada tarde volvía a intentarlo y obtenía el mismo resultado: el perro se había convertido en su conciencia. Cuando oía la voz de la madre anunciado el fin de la «pena» ambos iban en busca de la merienda. Relámpago la engullía en pocos segundos y el niño la iba comiendo al tiempo que disfrutaba del aire de la libertad.

La mejora en el colegio se hizo evidente y las dos horas de estudio un hábito.

-A esto le llamó yo un perro guardián – decía su padre, bendiciendo el día en que Relámpago llegó a sus vidas.

 

 

 

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