Las botas que utilizábamos eran duras y, por tanto, duraderas. A pesar de todo, por el uso que les dábamos y por no tener más calzado terminaban deteriorándose. Por eso era lo único de todo el equipamiento que nos facilitaban que no había que devolver. Por eso también la mayoría había recibido un segundo par.
Yo seguía con las primeras, ahora flexibles y adaptadas a mis pies, cómodas en definitiva. Aunque estaban muy poco presentables, arrugadas, con las hebillas casi desprendidas y descosidas por la puntera. Había pedido otras pero el furriel de la compañía siempre decía que estaban bien.
Había quien especulaba con que las botas iban a parar a las tiendas especializadas en ropa militar donde encontrabas, ni más ni menos, que la ropa desaparecida, sobre todo gorras y las botas reglamentarias, las botas que no se daban y que, supuestamente, se ahorraba el ejército cuando, en realidad, servían para que otros se pusieran las idem.
Mas no era algo que me quitase el sueño ni soñaba, como otros, en disponer de las botas una vez licenciado; me había propuesto no volver a ponerme nada que oliese a militar.
Yo mismo era el primero en ver que aquellas botas ya no estaban para muchos trotes. Para no pillarme los dedos pedía unas nuevas obteniendo siempre la respuesta consabida; llegué incluso a solicitarlas por escrito y me remitían al cabo furriel o, sencillamente, no me respondían. Sí que pensé que mis amigos oficinistas habían impedido que mi petición llegase a quien yo las dirigía, el capitán de la compañía, convencido de que éste sí daría una respuesta positiva y que obligara al furriel a cambiar de opinión respecto al estado de las viejas.
Alejo, que andaba poco por allí, llegó a enterarse de mi cruzada y, a pesar de mis negativas, decidió intervenir. Lo hizo a las bravas, cogió al cabo por la pechera y le hizo prometer que al día siguiente tendría mis botas nuevas.
-Número 41, ¿te has enterado, furri? – dijo al tiempo que lo soltaba.
-Sí, claro, número 41. – contestó, en absoluto asustado.
Y al día siguiente me acerqué de nuevo en busca del cuero negro con suela de resina.
-No hay de tu número. En cuanto me lleguen unas del 41 te las reservo.
Me descalcé de una y la puse a la altura de su cara.
-¿La ves?, ¿qué te parece?
-Están mal, muy mal.
-Entonces no me vuelvas a decir que están bien.
Por lo visto, las botas no le llegaban o sí e iban a venderse. Decidí olvidarme y no volví a pedir nada más para evitar que me tomasen el pelo. Además aquello iba trascendiendo, ya lo sabía toda la compañía y era muy comentado. A mí no me gustaba estar en boca de todos, mucho menos que me considerasen un caprichoso, como así me hacía parecer el furriel cuando era preguntado. Mi relación con él se iba deteriorando y por eso mismo tuvo enseguida el apoyo incondicional de los chicos de la oficina que no dudaban en ponerse del lado de mis posibles rivales.
-¡Eh, almeriense! – me decía el llorón – Uno de estos días no te van a dejar salir.
-Ese día te quedarás sin botas y no podrás explicártelo – le respondía para taparle la boca. La respuesta lo mosqueaba y pasaba al contraataque
-¿Vas a robármelas?
-No, yo seguiré con las mías que, además, me gustan. Pero no te preocupes, el furriel te dirá donde encontrar las tuyas.
-¿Qué quieres decir? – seguía mosqueado.
-¿Cómo sabes tú que no me dejarán salir? – respondía preguntando.
-Porque están muy mal, como para no pasar revista, ¿no crees?
-Por eso las he solicitado por escrito. Ha tenido que llegar.
-O no – terminó por meter la pata y se le notó pasando del blanco al rojo.
-Deberías saberlo, todos los escritos pasan por vuestras manos en ambas direcciones.
-Como comprenderás si tengo que fijarme en todos los escritos…
-Sé que a todos se les debe dar registro de entrada o de salida. Comprobaré si el mío ha sido registrado.
-¿Tienes justificante de haberlo entregado?
-Nunca lo dais.
-Deberíais pedirlo. – Desapareció de mi vista silbando no sé qué.
Incluso esta pequeña administración había hilado una red para atraparnos a todos en ella, haciendo ineficaz cualquier movimiento que se intentara. Me quedaban muchos meses aún y dudaba que las botas aguantasen y menos que pasasen desapercibidas.
La casualidad quiso que apareciesen unas del 41. Aquella tarde estábamos formados para pasar revista, vimos que el capitán que se acercaba era el de la compañía de destinos, el mismo que no recibía mis peticiones por escrito o que estaba demasiado ocupado para responder; tenía fama de no poner pegas y dejar salir a todo el mundo. Pasaba con rapidez, parecía no importarle en qué estado saldríamos. Mira por donde que se para ante mí y clava la mirada en las botas.
-A ver, cabo, ¿no tiene otras botas? – casi gritó.
-No, mi capitán – respondí sin dar más explicaciones.
-¿Las ha solicitado?
-Varias veces, incluso por escrito. – Me cuidé de mencionar a quién.
-¡Cabo furriel! – llamó.
Llegó corriendo y se cuadró ante él.
-A sus ordenes mi capitán – dijo. Bueno, no dijo eso sino «sórdenes» que era lo que todos decíamos buscando la rapidez y el ahorro.
-¿Es cierto que el cabo no tiene otras botas?
-Es cierto.
-Escuche bien, este ejército es pobre pero no miserable. Consígale unas botas. Sáquelas de donde sea. Ahora. – Todo esto lo soltó a voz en grito, indignado.
-Sí, mi capitán. Precisamente hoy he recibido unas de su número.
Salí con mis botas nuevas, incómodo pero contento, no paraba de mirarlas y de recordar cuando de niño me compraban zapatos nuevos, los «Gorila»; también me ponía contento no sé si por los zapatos o por la pelota verde que venía con ellos.
Una vez más quedé convencido de que el capitán era el oficial más cercano al soldado.