El Colombia de La Rambla

Hace unos días hablábamos de un bar escondido, poco visible o que no encuentras al paso. Consciente de que su situación no va a depararle ventaja alguna busca sus bazas en otros aspectos más determinantes: buen servicio y buena cocina. Este que nos ocupa no es el caso.

El Colombia goza, gozó siempre, de una situación envidiable: en pleno centro y bien visible por estar en una zona de paso. Dispone de un interior amplio y elevado para favorecer la vista del exterior a través de grandes ventanales y de una amplia terraza protegida.

Pero esto siempre lo tuvo, visible siempre lo fue y contó siempre con una amplia clientela que consideraban al Colombia un establecimiento para tomar café,  ese café de media mañana, el del desayuno o el de la merienda. Una cafetería en el más estricto de los sentidos.

Así sigue siendo ahora, hasta el punto de prestar los cristales como soporte publicitario con frases más o menos afortunadas que intentan poner de manifiesto la importancia del café, el de una marca determinada. No sé si lo consigue pero sí que estropea la vista entorpeciéndola y haciendo menos visible lo que ocurre en el exterior.

¿Y si uno apetece una cerveza o un vino? Eso mismo nos preguntamos cuando a las ocho de una tarde agradable en su ocaso nos sentamos en la terraza. Cuando la camarera nos preguntó si queríamos tapa me temí lo peor. ¿Qué hay de tapa? Y la camarera desplegó la carta de su memoria mostrando un largo listado. Porque no había carta en nuestra mesa aunque sí en una pizarra lejana que la hacía ilegible.

Pedimos nuestras tapas: dos chérigas de jamón  y de roquefort en pan cortado muy fino y caliente, bacalao en una salsa ligeramente picante mucho más interesante que el bacalao con su piel y ensaladilla rusa presentada en dos bolas, sin estridencia de sabores, muy al gusto de todos.

Viendo el éxito de la primera nos atrevimos con la segunda ronda. Volvieron a preguntarnos si queríamos tapa y nos miramos extrañados con la insistencia. Nuestra elección: albóndigas caseras en una salsa excelente y picantecarne en ajillo con la conocida salsa bien interpretada y un pulpo a la gallega que no lo era; a la gallega quiero decir, por una presencia excesiva de aceite que servía de diluente al pimentón, sólo útil para dar color.

Toda las tapas eran abundantes, bien presentadas en cuencos de loza y sin guarnición.

Íbamos a por la tercera pero nos quedamos con las ganas. Según la camarera iban a cerrar. Miramos el reloj, el del móvil: las 21:38. Le Informamos de este particular pero ella enrollaba el toldo con la decisión tomada. Y luego apilaba las sillas y las mesas sugiriendo que podíamos tomar las de Villadiego.

¡Qué remedio! Pedimos la cuenta y el tique  especificaba la tapa con cada bebida. El precio era de 2’50 € de media, incluidos los vinos.

Nos quedó claro que el Colombia no es el que era y bien lo decía la ausencia de clientes. Las frases de los cristales son aburridas y nada ocurrentes. El servicio nada atento. La hora de cierre muy prematura.

Concluyendo: el Colombia desaprovecha el privilegio de su situación y de sus instalaciones, desaprovecha lo que bien pudiera darle una ventaja.

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