Había una vez un sastre que cosía de balde y ponía el hilo. Podía servir para ilustrar el colmo.
Sus vecinos eran pobres. Todos los del pueblo lo eran. Vivían de sus propias habilidades y cada uno prestaba al otro la suya.
La habilidad del sastre era tal que trascendió a otros sitios y fue extendiéndose hasta llegar a la gran ciudad donde se referían al hecho como anécdota divertida. Pero un magnate de los negocios, siempre descontento con los trajes que le confeccionaban, no lo echó en saco roto.
Mandó a su hombre de confianza que concertó una cita. Construyó una pista para que aterrizara un jet y todo quedó listo para el viaje.
El sastre los recibió a todos mostrándoles su hospitalidad y pasaron a su taller donde tomó las medidas y nota de los trajes que necesitaba.
Acordaron el tiempo para confeccionarlos y las fechas de las pruebas. El magnate quiso pagar antes de emprender viaje de regreso y el sastre se negó.
Quiso pagar en la primera prueba pero el sastre se negó. Lo mismo pasó en la segunda y al retirar los trajes. El magnate no pudo aguantar más e hizo la pregunta que se había estado planteando durante todo este tiempo.
– ¿Cómo obtiene las telas? Son de excelente calidad y no se encuentran en cualquier parte.
– No las pago. Mando mis diseños a los mejores fabricantes de textiles. Si les gusta, los confeccionan en «prêt-à-porter» y, a cambio, me mandan las telas que preciso. Así puedo hacer lo que me gusta y ser feliz. No necesito más.
En sus visitas el magnate había observado cómo agradecían los clientes el trabajo del sastre. En la cocina se acumulaban cestas con productos de los huertos, de los corrales o de la matanza.
En cada viaje traía al sastre lo que le faltaba en cantidad suficiente para que pudiese compartir: cafés y especias de todos los países del mundo, cigarros puros, chocolates, bicicletas y juguetes para los niños… Puso una pizarra para que anotasen sus necesidades o caprichos. Nunca más preguntó el precio de sus encargos ni insistió en pagarlos.
El sastre se hizo leyenda, pero no se hablaba de su ingenio sino de su falta de ambición y de su generosidad mal entendida.